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Educar es auto-educarse

 

“Educar lleva inevitablemente implícita la auto-educación, porque solo podemos inspirar movimientos verdaderos desde nuestro ejemplo”

Marina Escalona, trimadre y responsable de la iniciativa “Aprendemos todos” estará con nosotros en nuestro encuentro el 16 de diciembre con una ponencia en la que nos invitará a “Crecer para ayudar a crecer”. En este post, afirma que, con sus desafíos constantes, “son nuestros hijos los que nos ayudan a reconducirnos y renovarnos, aún a riesgo de convertirse en nuestros más irritantes maestros. ¿Hay amor más grande que este?”. 

La experiencia me dice que cuando padres y profesores vamos a una formación para hacer mejor nuestro trabajo de educadores lo hacemos buscando pautas y directrices que nos ayuden a cambiar a nuestros hijos y alumnos. Igualmente en nuestras relaciones de pareja, laborales o de cualquier otra índole seguimos esperando que otras personas hagan cambios en su comportamiento que nos permitan mejorar sustancialmente dichas relaciones. Y así van pasando los años: a la espera de que esto llegue, instalados en movimientos repetitivos y frustrantes, y cediendo nuestro poder para transformar nuestra vida y traer a ella la felicidad que queremos y nos merecemos. En vez de ser activos protagonistas de la realidad que vivimos, nos quedamos quietos esperando quejosamente que alguien haga algo y todo mejore.

Pero es justamente este poder sobre la propia vida la que buscan los niños de nosotros. Ellos necesitan que seamos fuertes, seguros, confiados, alegres y ciertos, porque solo así se darán permiso a ellos mismos para serlo.

Si nosotros nos quedamos atrapados en creencias, expectativas e inercias estrechas, ellos, por fidelidad y amor a nosotros, se quedarán igualmente atrapados en ellas, pero nos dirán “así no” de incontables e incómodas maneras siempre inconscientes. Con sus retos parecen decirnos: ¿vas a quedarte ahí?; ¿cuántos muros internos estás dispuesto a tirar para verme?; ¿hasta qué punto vas a salir de tus moldes mentales para ayudarme a ser lo que he venido a ser?; ¿cuánto de ti estás dispuesto a ceder para dejarme ser a mi?; ¿has olvidado lo grande que tú también puedes ser?; ¿cómo es tu amor: grande o lleno de condiciones?…

Desde esta perspectiva los comportamientos más rebeldes e irritantes solo tratan de llevar nuestra atención hacia aquello que nosotros nunca nos pararíamos a mirar por nosotros mismos. Nuestros hijos saben que no hay lugar, por oscuro que sea, donde un padre o madre no esté dispuesto a mirar por amor a su hijo.

Cada familia, sistema o alma de grupo, como quieras llamarlo, nos brinda, a través de sus miembros recién llegados, la oportunidad de sanar sus inercias más viejas y dolorosas.

Víctor Hugo, novelista francés, decía que “cuando el niño destroza su juguete, parece que anda buscándole el alma”. Igualmente el niño que nos rompe con su comportamiento anda buscando lo más valioso y auténtico de nosotros. Busca nuestra alma: aquella fuerza noble y creativa que un día perdimos en el camino de adaptarnos a programas heredados para poder pertenecer a una familia, tener sus cuidados y sobrevivir.

Lo cierto es que crecemos olvidando poco a poco la mirada del niño o adolescente que fuimos y llenando nuestros ojos de velos en forma de miedos, urgencias y creencias que evitan la limpieza de miras que necesitan nuestros hijos y alumnos para que los veamos en su verdadera dimensión.

Por lo tanto, educar lleva inevitablemente implícita la auto-educación, porque solo podemos inspirar movimientos verdaderos desde nuestro ejemplo. Si bien como niños no nos quedó más remedio que renunciar a muchas de nuestras fortalezas para ser sostenidos en el momento más vulnerable de nuestra vida, es el adulto en que nos hemos convertido el que debe hacerse responsable de su propia felicidad, aprendiendo a desaprender, a renovarse, a encontrar las definiciones de la vida que le sirven para crecer y ayudar a crecer, aunque estén alejadas de las consignas que recibió en su infancia. Si lo consigue para sí mismo, lo conseguirá para sus hijos.

Si la vida es una sucesión encadenada de nacimientos de hombres y mujeres que generación tras generación se esfuerzan en ser más y mejor, son los niños que llegan a través de ellos los que una y otra vez buscarán ayudar a sus padres a dejar atrás las cargas que sus abuelos no pudieron. Son nuestros hijos los que vienen a mostrarnos esta tarea. Son nuestros hijos los que nos ayudan a reconducirnos y renovarnos, aún a riesgo de convertirse en nuestros más irritantes maestros. ¿Hay amor más grande que este?

Educar es auto-educarse. La vida no pierde ocasión de intentar llevarnos, una y mil veces, a un bien mayor, y ¿hay mejor forma de hacerlo que de la mano de nuestros hijos?


 

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María Dotor

María Dotor

Periodista especializada en educación y crianza
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