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Ponencia de Alberto Soler: “Nuestros hijos son riquísimos, están llenos de matices. Así que no les arruinemos con etiquetas de garrafón”

Alberto Soler, conocido psicólogo y bloguero, nos habló en su ponencia de la importancia de desterrar las etiquetas en la educación de nuestros hijos, porque las etiquetas son peligrosas y dejan poco margen de actuación a la persona que etiquetamos.
Alberto Soler

Ponencia de Alberto Soler: “Nuestros hijos son riquísimos, están llenos de matices. Así que no les arruinemos con etiquetas de garrafón”

Alberto Soler, conocido psicólogo y bloguero, nos habló en su ponencia de la importancia de desterrar las etiquetas en la educación de nuestros hijos, porque las etiquetas son peligrosas y dejan poco margen de actuación a la persona que etiquetamos. Recordó que  “los niños que etiquetamos como buenos son los fáciles de manejar en el día a día, y los malos los que cuesta más manejar. Y esto tiene mucho que ver con los problemas de conciliación” y subrayó que somos contradictorios porque, cuando nuestro niño sea adolescentes , ¿vamos a querer que sea muy fácil de manejar por su grupo de amigos, esos que se drogan y hacen cosas malas?”. Frente a las etiquetas, Alberto propone atender la conducta de manera específica y proporcionada y recuerda que a nuestros hijos “hay que animarles y no castigarles cuando hacen valer su voz”.

Alberto Soler empezó preguntando si existen los niños buenos o malos. El público contesta que no. Pero luego pregunta si nuestros hijos son buenos o malos. La respuesta es “buenos”. ¿En qué quedamos? Alberto nos aclara que “los niños malos no existen, pero los buenos tampoco. Sí existen niños que etiquetamos como buenos o malos”. Y con su ponencia quiso reflexionar sobre por qué les ponemos esas etiquetas.

Nos cuenta Alberto que hace unos años “se hizo en una Universidad de California un experimento muy curioso. Cogieron un grupo de voluntarios y los pusieron delante de una máquina de resonancia electromagnética para ver cómo les funcionaba el cerebro por dentro. Les dieron a probar dos vinos diferentes”. En uno de ellos el precio marcaba 90 dólares y en otro menos de cinco. El experimento consistía en que los participantes tenían que probar los vinos y debían decir cuál les había gustado más. La mayoría respondió que el de 90 dólares. Pero además con las resonancias se vio que “las áreas cerebrales asociadas al placer quedaban más activadas cuando probaban el vino caro”. Pero este experimento tenía trampa: “las etiquetas estaban cambiadas. Pero las etiquetas habían condicionado la percepción de los participantes”. Esto le lleva a decir a Alberto que “la realidad no existe, que es algo construido. Muchas veces lo que nosotros esperamos que suceda acaba pasando. Cambiando las expectativas en los demás se cambia la percepción”. Nos cuenta Alberto que “al cerebro le gustan los patrones sencillos. Por eso es mucho más sencillo etiquetar como malo a un niño que simplemente a veces no se está comportando de la manera más adecuada a la situación en la que se encuentra”.

Alberto nos habla de otro experimento más, llevado a cabo en los años 60 en un instituto y denominado “Pigmalión en las aulas”, en honor al conocido mito de Pigmalión, que, como nos dice Alberto, “se usa para ejemplificar cómo las expectativas que nosotros tenemos acerca de algo pueden hacer que ese algo se convierta en realidad”.  Lenore Jacobson, directora de un instituto, invitó a Robert Rosenthal a su centro para hacer uno de los estudios científicos más importantes de la historia de la Psicología. Tomaron a 320 alumnos y les pasaron un test de inteligencia. Todos los alumnos tenían un nivel de inteligencia más o menos normal. “De estos 320 alumnos tomaron a 65 al azar sobre los cuales elaboraron unos informes falsos, en los que detallaron lo inteligentes que eran esos alumnos, cómo habían despuntado en las pruebas de inteligencia y les indicaban a los profesores, a los que entregaban los informes, lo mucho que podían esperar de ellos”. Al finalizar el curso, los investigadores volvieron al instituto y les pasaron las mismas pruebas de inteligencia. Encontraron que aquellos 65 que habían dicho falsamente que eran muy inteligentes y que destacaban acabaron convirtiéndose en eso, sacaron unas notas a final de curso significativamente superiores al resto e incluso sacaron un mayor cociente intelectual. Alberto aclara que tenemos que tener “en cuenta que la inteligencia es algo bastante estable, no es algo que cambie de inicio al final de curso”. ¿Qué había ocurrido? Que se habían manipulado las expectativas. “Esas expectativas (que eran mucho más inteligentes, que se podía esperar mucho de ellos) habían condicionado el trato que estaban dando a sus alumnos. Les prestaban un poco más de atención, cuando cometían un error no lo atribuían a una falta de competencia, sino que pensaban que habrían tenido un día malo o les repetían la pregunta porque con ese nivel de inteligencia no podía ser que hubieran cometido ese error”.

Este experimento nos demuestra que “las etiquetas que ponemos a los alumnos, a nuestros hijos, a los profesores, a nuestros compañeros de trabajo… acaban haciendo que les ofrezcamos un trato diferenciado”. Por eso,  “los niños que etiquetamos como buenos acaban encajando más todavía en esa etiqueta”.

Llegados a este punto, Alberto pregunta qué es un niño bueno y qué es un niño malo. Y el público afirma que un niño bueno es “obediente, tranquilo, pausado, generoso, cariñoso”. ¿Y un niño malo? “Un niño agresivo,  egoísta, rebelde, travieso, impulsivo…”. En definitiva,” los niños que etiquetamos como buenos son los fáciles de manejar en el día a día, y los malos los que cuesta más manejar. Y esto tiene mucho que ver con los problemas de conciliación. ¿A vosotros os resulta sencillo acabar la jornada, desde que os levantáis hasta que os acostáis? ¿Os es fácil gestionar a vuestros hijos?  No. ¿Por qué? Porque como muchas veces me gusta decir, más que de conciliación deberíamos hablar de una gymkana”. Desde por la mañana ya vamos con prisas y terminamos el día agotadísimos. “A última hora del día ellos están insoportables, pero nosotros más”, nos dice Alberto entre sonrisas. “En esos momentos no hay margen para el error. Un niño que protesta, que dice que no se quiere poner esa ropa, que eso no se lo quiere comer, que no quiere ir al colegio, es un niño que nos pone muy difícil nuestra jornada, que nos hace muy difícil llegar al final del día. Vivimos en una sociedad que no nos da margen para el error”. Aun así, Alberto considera que “los adultos somos contradictorios. No sabemos lo que queremos. Cuando nuestros hijos son peques, tenemos muy claro que queremos niños buenos, pero cuando pensamos que ese niño se va a convertir en un niño más grande, en un adolescente o en un adulto, ¿vamos a querer que ese adolescente sea siempre obediente ante la autoridad?, ¿vamos a querer un niño que agache la cabeza ante las injusticias?, ¿vamos a querer un niño que sea muy fácil de manejar por su grupo de amigos, esos que se drogan y hacen cosas malas?”. No, en estos casos querremos “un niño que proteste, que diga “yo esto no lo quiero hacer”. Ahora empezamos a ver como menos malas esas características que estamos atribuyendo a los niños malos”.  Porque en el fondo, aclara Alberto, “no son cosas buenas o malas, son cosas que a nosotros como padres en un momento determinado nos resultan más fáciles o más difíciles”.

Y Alberto plantea la pregunta del millón: “Entonces, ¿qué es lo que tenemos que hacer? Os estaréis preguntando: ¿cómo puedo manejar a mi hijo? Si no le puedo llamar bueno o malo, ¿qué puedo hacer?”. Y nos presenta “un truco muy sencillo”, calificar y atender la conducta y no la persona. “Las personas no somos, el verbo ser es peligroso porque denota algo estabe, inmutable, que no cambia. Los niños no son nada inmutable, simplemente se comportan”. Por eso, “cuando queramos corregir esa conducta inadecuada, vamos a hacerlo con dos claves muy concretas: de una manera proporcionada  y de una manera específica”. Y poniendo un ejemplo: “Si vuestro hijo os pinta toda la pared con las tizas, no es que sea malo, sino que hay que decirle que lo que ha hecho no está bien, que las paredes no se pintan, y no hay que  desheredarlo, sino limpiarlo juntos”, corrigiendo de manera proporcionada y específica. Y también apuesta Alberto por hacer así en momentos de entusiasmo por alguna buena conducta. No es muy proporcionada nuestra reacción cuando “vuestro hijo llega con un dibujo y le decimos que va a ser el futuro Picasso”. Alberto propone mejor: “Oye, cariño, qué bien has dibujado, estoy muy orgullosa de ti, cómo te lo has currado con este dibujo”.

Alberto concluyó su ponencia resaltando que “al final, vuestros hijos y los míos son casi como ese vino del que os estaba hablando al principio, como ese vino de 90 euros, que son riquísimos, están llenos de matices y son buenísimos. Así que hagamos el favor, no les arruinemos con etiquetas de garrafón”

A preguntas del público, Alberto recordó que “las etiquetas son muy peligrosas porque acabamos comportándonos de acuerdo a ellas.  Si yo ya soy malo, ¿qué voy a hacer? No tengo ningún margen”. Y rompió una lanza a favor de los maestros, a los que a menudo los padres también etiquetamos: “Igual que no nos gusta que se etiquete a nuestros hijos, tenemos que hacer un esfuerzo con el maestro, con el pediatra, de no etiquetarlo sino valorarlo de forma proporcional y específica para, como padres, dar ese ejemplo de “no a las etiquetas

Y por último una persona del público planteó una duda que Alberto se alegró de contestar: ¿qué pasa cuando nuestros hijos son demasiado dóciles? Alberto nos contó que “es muy importante que les animemos a tomar decisiones, a ir en contra de lo que nosotros les decimos, incluso, que les animemos cuando se salgan del camino marcado”. Muchas veces son tan dóciles “porque tienen miedo a lo que los pueda suceder si se comportan de una manera que no esperamos de ellos”. Por eso, Alberto concluyó que “no todo lo que decimos los padres siempre es justo y debe ser obedecido. Por lo tanto hay que animarles y no castigarles cuando hacen valer su voz”.

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