No me hace falta mucho esfuerzo para poder revivirlo como si fuera antes de ayer. Era lunes, mes de agosto, calor infernal y la carretera vacía de camino al trabajo. Recuerdo pensar que todo el mundo estaba de vacaciones menos yo. Lamentos matutinos, supongo. Pero duraron poco: en mi lugar de trabajo tampoco había casi gente, ni casi trabajo, así que fue una jornada tranquilita. Tenía 20 años por aquel entonces.
En algún momento de la mañana pensé: ¿y si voy a ver a mi abuela y le doy una sorpresa? Hacía varias semanas que no la veía y de repente ese pensamiento casual, fruto del aburrimiento, me pareció una idea genial. Así que al terminar mi jornada laboral, cogí el coche y me planté en el pueblo. Si alguien repartía carnés de “buenas nietas”, yo estaba preparada para recibir el mío.
Subí las escaleras de la entrada de dos en dos: ¡Menudo susto se iban a llevar mi abuela y mi tía al verme! Recuerdo que pensé que había algo raro. ¿Por qué no olía a comida desde las escaleras? Siempre podía adivinar qué había cocinado mi abuela nada más entrar por el portal… Pero ese día no olía a nada.
Abrí la puerta y entré en el salón. ¡Mecachis! Estaban echándose la siesta en el sofá, con la tele de fondo y la luz bajita, así que decidí salir sin hacer ruido para no despertarlas. Bajé otra vez a la calle y me subí al coche, convencida de que ahora merecía aún más ese carné de buena nieta (y sobrina) por haberlas dejado plácidamente disfrutar de su siesta de jubiladas.
Pero cuando subí al coche permanecía esa sensación… mi instinto me gritaba: aquí pasa algo raro. Así que bajé del coche, otra vez, y volví para comprobar que todo estuviera bien. Con la diferencia de que esta vez encendí la luz del salón.
Lo que vi con la luz encendida tardé varios segundos en procesarlo: cajas y más cajas de medicamentos por todas partes. Intenté despertarlas, pero no había manera. Lo volví a intentar. Mi abuela no respondía, mi tía empezó a abrir los ojos pero fue incapaz de articular palabras que dieran respuesta a mi pregunta: ¡¿QUÉ HA PASADO?! Solo balbuceos.
Llamé a emergencias y expliqué, completamente en estado de shock, lo que estaba viendo: más de 10 cajas de pastillas, todas vacías, mi abuela y mi tía no reaccionaban, necesitaba que vinieran YA.
Mi abuela y mi tía intentaron suicidarse juntas mediante una sobredosis de medicamentos. Me costó varios años y sesiones de terapia entender qué les podía haber llevado a ese punto tan extremo: al principio solo podía ver egoísmo, por no haber pensado en mi madre, en mí, en mi hermana, en mis tías, incluso en mi perro. ¿Cómo podían pensar que viviríamos mejor con el trauma del suicidio que sin ellas, que se consideraban una “lacra” para sus familiares?
Mi tía despertó relativamente pronto en el hospital, pero de mi abuela no supimos nada hasta entrada la madrugada. Tuvimos suerte, ambas se recuperaron. Al menos de la sobredosis, las ganas de morir seguían ahí.
Puede que os sorprenda leer estas palabras en un blog dedicado a la educación, o puede que algunos de los que estáis leyéndolas os sintáis identificados por alguna historia parecida. Lo cierto es que, según el Instituto Nacional de Estadística, en España hay una media de 10 suicidios al día. 10 suicidios al día. Otra vez: 10 suicidios al día. ¿Cómo puede ser? ¿Tanta gente se suicida? ¿Y no nos enteramos?
Los expertos lo califican de “epidemia silenciosa”, no hace falta explicar el porqué. El suicidio sigue siendo un tabú en nuestra sociedad, no llevamos bien hablar sobre ello, no nos gusta pensar que alguno de nuestros seres queridos pueda dejarse llevar por la opción de quitarse la vida, no podemos siquiera hablar con normalidad del tema sin ponernos incómodos, tristes o nerviosos.
Y no podemos permitir que eso siga ocurriendo.
Debemos hablar del suicidio, debemos hablar con las personas que lo intentaron, con las que nunca se lo han planteado, pero a quienes debemos prevenir, o con las que han pedido ayuda porque alguna vez se les ha pasado la idea por la cabeza. “Es que solo quiere llamar la atención, quien quiere suicidarse no lo dice, lo hace y ya está”, se atreverán a contestar algunos. Bueno, puede que si está intentando llamar la atención sea porque realmente necesita esa atención o esa ayuda que está demandando, ¿no? ¿Por qué no escuchamos un poquito más y presuponemos un poquito menos?
Nos preocupa muchísimo nuestra salud y la de nuestros seres queridos, pero la física, la mental no nos preocupa tanto. Porque en el fondo seguimos pensando que la depresión se cura a base de sonrisas, que la ansiedad se mejora cuando nos dicen que nos tranquilicemos y que los intentos de suicidio no son más que afán de protagonismo. Y nada más lejos de la realidad.
Nadie se atrevería a decirle a un enfermo de cáncer que ponga un poquito de su parte por curarse. Nadie le preguntaría a una persona con parálisis si ha intentado levantarse y caminar: “Mira, así: primero una pierna, luego otra. No es tan difícil, ¿ves? Solo tienes que poner de tu parte e intentarlo”. Suena ridículo, ¿cierto?
Pero vemos a un amigo que lleva meses muy mal anímicamente, “y es que no hace nada por sí mismo, la depresión se la crea él”. Vemos a niños con ansiedad en su etapa escolar y “ponte a estudiar y verás cómo se te pasa toda la tontería”. Vemos a nuestra abuela que no levanta cabeza desde hace años y “es que esta mujer ya chochea”.
Demos a la salud mental la importancia que tiene, hablemos de ella, hablemos del suicidio, hablemos con los jóvenes de cómo se sienten y estemos presentes si nos piden ayuda.
Yo tuve la grandísima suerte de que una cadena de casualidades me llevó a presentarme aquel mediodía en casa de mi abuela. Ojalá esta historia sirva para que en casa, con nuestras familias, con nuestros hijos, con nuestras amigas, empecemos a hablar de estos temas, porque hay 10 familias al día en España que no tienen la suerte que tuve yo.