Desde hace meses, cada mañana cuando abro los ojos el primer pensamiento que se me viene a la mente es tan breve y sencillo como lo que tarda en pronunciarse: Uff…
No descubro nada nuevo si digo que cuando eres madre, las vacaciones son como Papá Noel o el Ratoncito Pérez: tienes mucha ilusión por que lleguen, pero eso no quiere decir que sean reales. Sí, podemos olvidarnos de las prisas matutinas y el estrés de desayunar corriendo y vestir a los niños porque llegamos tarde al cole y a la oficina. Podemos relajar un poco ese ritmo frenético que nos impone la rutina, hacer planes en familia, las siestas al mediodía y las mañanas que empiezan un poquito más tarde.
Pero toda esa rutina de la que solemos “descansar” en verano no la hemos tenido los últimos meses. Es más, en esta etapa hemos vivido una especie de “verano” pero atrapados en casa. Hemos vivido esa cara B del verano que no nos gusta tanto: las peleas entre hermanos multiplicadas, que requieran de nuestra atención las 24 horas (sin la ayuda de los profes que tan bien nos viene durante el curso), las tareas del hogar que no dan tregua… Y todo eso sumado al teletrabajo, a la incertidumbre, a la lejanía de los que queremos, a la muerte de seres queridos…
Han sido tantas las cosas excepcionales que hemos vivido los pasados meses que creo que aún no he sido capaz de procesarlas del todo. Lo que sí que me noto es que no soy la misma persona que antes de todo esto, ahora estoy muchísimo más agotada.
No digo que necesite “vacaciones” de mis hijos, tampoco que no hayamos pasado momentos maravillosos durante el confinamiento que echaré en falta segurísimo. He aprendido de ellos y sobre ellos, nos hemos unido, hemos crecido un poquito cada día, juntos.
Solo digo que, mi único deseo para estas semanas de vacaciones (del trabajo) que me esperan por delante, es descansar un poquito. Lograr que la sobrecarga emocional que llevo meses acumulando me dé un respiro. Tener un ratito del día para mí, para respirar, para poder recuperarme.
Pero, a veces, cuando estoy sola, el silencio empieza a jugarme malas pasadas y pronto aparece la culpabilidad. ¿Estoy haciéndolo todo lo bien que podría con mis hijos? ¿Si me ven agotada y con la ansiedad por las nubes, les repercutirá de forma negativa? ¿Se merecían el grito que les di el otro día cuando mi paciencia estalló?
Y así no hay quien descanse.
Así que me he puesto un objetivo para este verano, que creo que no solo me beneficiará a mí, sino también a mi marido y, por supuesto, a mis dos hijos: voy a cuidarme, esta vez de verdad.
Siempre he sido reticente a acudir a tratamiento psicológico porque pensaba que era para casos más graves, pero me he dado cuenta de que la ansiedad también puede convertirse en algo muy grave. Que me afecta a mí, pero también al trato que le doy a mis hijos, a la gente que me rodea. Estoy segura de que para mis niños no es positivo ver a su madre desbordada o enfadada o triste sin una razón clara aparente. Y este tiempo que hemos pasado me ha hecho darme cuenta de que si no me cuido a mí misma, no voy a poder cuidar a mis hijos todo lo bien que a mí me gustaría.
Así que escribo este artículo, relato, o como queráis llamarlo, para hacerme la promesa a mí misma de que por fin me he incluido en mi lista de prioridades. Y solo de saberlo ya me siento mucho mejor. Ahora solo me queda avanzar.
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