Reflexionamos sobre una escena muy normal en un restaurante hoy en día: unos padres que, para que su hijo esté quietecito, le dan el móvil o la tablet mientras ellos siguen comiendo. Y abogamos por entender que los niños, como dice Lucía Galán (Lucía mi pediatra), hacen cosas de niños y tienen necesidades diferentes a las que tenemos padres y madres (en este caso, que necesitan moverse, que no pueden estar sentados dos horas y que ocupan mucho menos tiempo que nosotros en comer) y animamos a los restaurantes a conquistar a los niños con unas cuantas claves que pueden encontrar en Barra de ideas.
Olga e Ignacio han decidido ir a comer con su hijo Gabriel, de tres años, a un restaurante muy exquisito donde solían ir cuando su pequeño aún no había nacido o era muy pequeño. Se trata de un restaurante muy elegante, con una carta fabulosa pero que no está en absoluto orientado a los niños del modo en que propone Barra de ideas: no tiene animadores, no ofrecen menú infantil, no dispone de espacio de juegos y los camareros y camareras apenas tienen experiencia en el trato con los niños. De hecho, Olga e Ignacio quizá no lo recuerden, pero es el típico sitio en el que esos locos bajitos, que a veces se ponen a jugar o correr en el restaurante o incluso hablan muy alto, son vistos como un incordio.
Pues bien, Olga e Ignacio van al restaurante con Gabriel y desde que piden la comida Gabriel se baja de la silla, comienza a jugar cerca de la mesa con un muñeco que ha traído de su casa y, en un segundo, mientras Ignacio y Olga se ponen a hablar, Gabriel empieza a moverse por el restaurante, explorando. Olga coge al niño y le dice que debe sentarse, en medio de miradas críticas de los “distinguidos” clientes y los camareros. Gabriel se sienta un rato, pero se aburre y comienza a decir que tiene hambre. Lo bueno se hace esperar y la comida aún no está servida, de modo que Ignacio pide pan para que su hijo pueda ir comiendo algo. Gabriel le da un mordisco al trozo de pan pero pretende bajarse a jugar de nuevo. Sus padres le dicen que puede jugar con sus muñecos en un rincón de la mesa, pero que se esté un poco quietecito y no explore por el restaurante. Gabriel resiste un rato jugando en un rincón sin moverse mucho, pero ha visto algo muy curioso en la otra esquina de la sala y quiere ir a ver qué es, de cerca. Cuando Olga e Ignacio lo ven alejarse, lo cogen de nuevo y lo sientan en la silla. Ignacio le da su móvil, que tiene alguna aplicación de juegos infantiles, y le dice, con un tono malhumorado:
– Hijo, a ver si te estás un poco quietecito. Toma mi móvil.
Pero la paz no llegó a la mesa, porque el volumen del móvil está muy alto y las miradas de desaprobación no se hacen esperar. Así que Ignacio baja el volumen. Finalmente, llega la comida pero Gabriel no se despega de la pantalla del móvil. Así que optan por darle de comer mientras el niño sigue jugando con el teléfono. “Así comerá de todo y sin protestar”, piensan sus padres. Olga recuerda ahora cómo fueron a comer a otro restaurante con amigos y sus hijos en los que había animación, juegos, pinturas y un espacio de juegos que le encantó a Gabriel. Recuerda esa velada como algo mucho más divertido para Gabriel que jugar al móvil. Y levanta la vista y ve en la sala de este restaurante a otros tres niños, alguno de ellos de no más de un año, jugando con móviles o tabletas y alguno de ellos (entre ellos Gabriel) abriendo la boca como autómatas mientras siguen toqueteando y mirando fijamente la pantalla. A Olga esta escena le produce una inmensa tristeza y decide contarle a Ignacio en otro momento que cree que ya no deberían ir a restaurantes que no reciban a los niños con juegos, diversión, espacio para moverse y simpatía. En definitiva, que no quiere volver a restaurantes que dejan muy claro que los niños incordian. Porque Olga entiende que ir a comer a un restaurante debe ser una ocasión divertida y especial para toda la familia.
Imagen: Dolce Vita Ristorante. Fuente: Jack di Malo /Flickr