Ser padres parece muchas veces sinónimo de estar siempre disponible, siempre presente, siempre atento a todo. Pero a veces las circunstancias no nos dejan estar en esa atención plena: estamos conduciendo, o estamos haciendo la comida o estamos, simplemente, leyendo en ese momento y nos apetece acabar ese párrafo para escuchar una historia que sabemos que puede esperar. Y quizá nos sintamos tan mal, nos dé tal apuro si les hacemos esperar que dejemos lo que estamos haciendo si podemos o escuchemos a medias si no podemos dejarlo. Pero pensémoslo bien, ¿queremos transmitir a nuestros hijos que nosotros renunciamos a todo, hasta a un minuto de lectura seguido, por ellos?, ¿queremos que piensen que no es importante nuestro bienestar o nuestro cuidado?, ¿queremos que entiendan que nunca les tocará esperar? y preguntémonos: ¿qué preferimos, una atención inmediata a medias o una atención plena aunque tengamos que esperar? Lo vemos con la historia de Nadia.
Nadia es una niña de seis años que reclama la atención de sus padres con impaciencia para contarles cualquier cosa o para jugar o para conseguir ya lo que quiera. Sus padres llevan muy mal esas interrupciones, porque a menudo no quiere esperar a ser escuchada cuando sus padres conducen, o cuando están leyendo o incluso cuando están durmiendo. Los padres han pasado por muchas fases: desde hacerle caso enseguida, porque entienden que es algo que va “en el paquete de ser madre o padre”, llamarla insistentemente pesada, decirle que están hartos de que siempre esté interrumpiendo, tratar de escucharla a medias porque en ese momento es lo mejor que pueden hacer… Hasta que un día la madre estaba leyendo una buena novela en el mejor escondite de madres (sí, habéis adivinado, el cuarto de baño) y su hija quiso contarle su gran novedad. Y la madre de Nadia, en ese momento, quiso decir “deja de fastidiarme, que yo estoy leyendo, ya me lo contarás luego”, pero encontró una forma más positiva de decirlo: “Mira, Nadia, estoy terminando de leer este capítulo, la novela está muy interesante, y en cinco minutos habré acabado de leerlo. Estaré encantada de escuchar tu gran historia cuando acabe, ¿vale? Vete a jugar que yo te aviso”. La hija se fue refunfuñando, pero unos minutos después apareció su madre, Olga, diciendo:
-A ver, Nadia, ¿qué historia fantástica me quieres contar? Soy toda oídos.
Y Olga se dio cuenta de que pocas veces cuando su hija la interrumpía había escuchado con la atención de esta vez. Y lo cierto es que Nadia también se dio cuenta y pensó que no era tan mala idea esperar si luego encontraban un momento más tranquilo para su conversación.
En ese momento, aunque sin quererlo, la madre de Nadia, Olga, le enseñó muchas grandes lecciones a su hija:
-Le enseñó que sus intereses eran igual de legítimos y defendibles que los de la hija, que nadie estaba por encima y que tan importante como cuidar a Nadia era que Olga se cuidase a sí misma.
-Le enseñó la importancia de esperar, que no todo ha de ser para ya.
-Le enseñó también que una situación que ya estaba siendo molesta (las interrupciones de la niña) se podía resolver sin usar etiquetas, faltas de respeto o nervios.
Y con este pequeño trato, Olga se quitó presión y culpa de encima. Y empezó a mandar a su hija el mensaje de que ambas importaban, de que la escucha tiene que ser de verdad y de que esperar es un entrenamiento necesario para la vida.