Día a día se dan momentos en los que deseamos castigar a nuestros hijos en su habitación para poder seguir con nuestras tareas, para conseguir que de una vez por todas arreglen su habitación o para que dejen de pelearse entre ellos.
Lo sabemos, nos gustaría que nuestros hijos cumplieran las normas a la primera. Nos encantaría que tuvieran, como dice Gregorio Luri, “más sentido común que energía”. Sería fantástico que no termináramos desquiciados al repetir las cosas mil veces y soportar, a veces mejor y otras veces peor, sus desafíos constantes.
Pero, ¿no es mejor centrarnos en cambiar nuestra forma de poner normas, sin castigos, en lugar de esperar obediencia por parte de nuestros hijos? ¿No es mejor entender que nuestro objetivo con las normas no debería ser conseguir que obedezcan sino que sean más autónomos y responsables? Te contamos las claves para conseguir poner normas sin castigos.
1.- Empatizar y no juzgar para poner normas sin castigos
Hace muchos años, Alberto Soler publicó un texto que se hizo viral, “La crianza como batalla”. En este texto denunciaba un post que reflejaba la educación como “un pulso constante contra su hijo”. María Soto nos animaba a imaginar todos esos “pollos” diarios como aquel llanto que suplicaba una necesidad (comer) y estaremos comprendiendo a nuestros hijos e hijas. No significa que no tengamos que enseñarles a expresar esas frustraciones o necesidades mal enfocadas de una forma correcta, pero en ese momento en el que no están receptivos lo único que nos queda es aceptar que ese “pollo” forma parte de la persona maravillosa en la que se van a convertir nuestros hijos e hijas si les guiamos de forma respetuosa”. Dejar de ver los desafíos de nuestros hijos como una batalla y entender que nuestros hijos toman decisiones, muchas veces equivocadas, porque están aprendiendo ayuda a no tomarse sus desafíos como una afrenta personal.
2.- Poner normas sin castigos pensando en el largo plazo
Muchos dirán que los castigos funcionan, que así conseguimos que nuestros hijos hagan lo que queramos (o dejen de hacer lo que no queremos que hagan). Pero cabría matizar que esa eficiencia es a corto plazo, porque muy probablemente los castigos no les lleven a reflexionar sobre el error cometido ni a querer reparar nada. Como nos dijo Marisa Moya, para poner una norma hay que tener en cuenta el “propósito a largo plazo de los padres, ayudar a sus niños en el desarrollo de la autoestima y las destrezas que necesitan para ser seres humanos efectivos, felices y miembros contribuyentes al bienestar de su familia y la sociedad”. Vale la pena formularse esta pregunta: ¿Los castigos son respetuosos con los niños, fomentan su autonomía y su responsabilidad?
3.- Sustituir los castigos por las consecuencias
Así lo explica en uno de nuestros cursos Maite Vallet, fundadora del Colegio María Montessori de Madrid y formadora de padres y madres:
Para esto, es necesario establecer las consecuencias previamente y dejar que nuestros hijos vivan las consecuencias naturales de sus actos. Por poner un ejemplo, si nuestro hijo de 10 años ha olvidado el almuerzo en la mochila, no educa demasiado ir corriendo a rescatarle de esta situación, pero tampoco sermonearle con “lo desastre que eres”.
Dejar que nuestros hijos vivan las consecuencias les ayuda a ser conscientes de las implicaciones de sus decisiones, les da idea de que siempre pueden decidir y, además, nos quita el peso de estar siempre encima y, por tanto, de estallar después de decirle mil veces lo que tienen que hacer.
4.- Diferentes grados para poner normas sin castigos
No es lo mismo poner la norma, innegociable, de que no pueden cruzar la carretera sin mirar o por donde quieran que poner la norma de qué vamos a comer hoy, que puede ser más o menos negociable. Para Antonio Ortuño, las normas deben acompañar un proceso de creciente autonomía, por lo que tendremos que ir cediendo el control de muchas situaciones a nuestros hijos. Pero siempre ha de haber tres grados, como en un semáforo: luz roja, donde el control es exclusivo de los adultos, sobre todo para salvaguardar la seguridad y la salud (por ejemplo, no se comen chuches a todas horas), luz ámbar, en la que el control pasa a ser compartido y tenemos que negociar y dar opciones (por ejemplo, ¿qué quieres cenar hoy, ensalada o puré?) y luz verde, grado en el que cedemos el control de sus decisiones a nuestros hijos (por ejemplo, qué cantidad de la comida que le hemos puesto en el plato quiere comer).