Expectativas sobre los estudios
Rosa es una mujer que durante toda su vida tuvo que sacarse ella misma las castañas del fuego. Empezó a trabajar muy joven y se vio obligada a dejar los estudios para poder llevar dinero a casa y ayudar a sus padres. Rosa siempre había querido estudiar derecho, pero sus sueños se vieron truncados por la precariedad en la que su familia se veía estancada.
Rosa se prometió a ella misma que si algún día tenía hijos, nunca pasarían por lo que ella tuvo que pasar. Que tendrían unos estudios, carrera universitaria y podrían optar a un buen trabajo en el futuro. Lo que no esperaba Rosa era que su hija, Paula, 18 años después le dijera: “Mamá, no quiero estudiar una carrera, eso no es para mí”.
Expectativas sobre la felicidad
Carmen es una mujer andaluza de 47 años y tiene dos hijos, Pablo y Álvaro. Carmen no quiere que sus hijos sufran, tiene miedo de que experimenten emociones negativas, y cuando lo hacen se siente tremendamente culpable. Ella quiere que sus hijos sean felices, y lo intenta a toda costa, incluso menospreciando o negando los miedos o momentos de tristeza de sus hijos. Obviamente Carmen no lo hace con ninguna mala fe, ella solo pretende colmar a sus hijos de felicidad y emociones (que ella considera) positivas.
Expectativas sobre la imagen
Laura fue una niña gordita. En el colegio sufrió bullying durante mucho tiempo, y las secuelas psicológicas siguen presentes hoy en día. Por eso Laura, que sabe lo mal que se pasa cuando te señalan e insultan por tu peso, quiere que a su hija no le pase lo mismo, por lo que le traslada continuamente (y, probablemente, en exceso) las preocupaciones sobre la imagen corporal, el peso o los estereotipos de belleza.
Laura no tiene una preocupación sana por la salud, Laura tiene una obsesión con el peso, y eso es algo muy diferente.
Estos son tres ejemplos de algunas de las expectativas que proyectamos sobre nuestros hijos, a veces sin intención de hacerlo, y que pueden hacerles mucho daño.
¿Por qué estas expectativas perjudican a nuestros hijos?
En primer lugar, como demostró la investigación que realizamos junto a Dualiza Bankia en la campaña “Orientadores Inteligentes”, 6 de cada 10 españoles preferirían que sus hijos realizasen una carrera universitaria antes que una Formación Profesional. Esto demuestra los grandes prejuicios que seguimos teniendo acerca de la FP, pero no solo eso, también el gran poder de influencia que los padres tienen a la hora de orientar a sus hijos.
Por otra parte, el 63% de los encuestados reconoce haber condicionado a sus hijos para que eligieran la formación universitaria. Por lo tanto, no solo tienen preferencias, sino que además han pretendido influir en la decisión final de los estudios de sus hijos e hijas.
La conclusión que podemos extraer de estos datos y de la historia de Rosa es, sin duda, muy importante: nuestros hijos no son nosotros, nuestros hijos no están obligados a cumplir los sueños o metas que nosotros no pudimos. Debemos darles autonomía y confianza para que tomen decisiones, también para que se equivoquen, pero siguiendo su propio camino.
Su felicidad, a toda costa, tampoco debe ser nuestra meta
Mar Romera habló sobre este tema en uno de nuestros eventos, y es una de las explicaciones más ilustrativas que hemos escuchado nunca sobre la educación emocional.
“Yo no quiero que mis hijas sean felices, yo quiero que mis hijas vivan todas las plataformas emocionales, que escojan la emoción adecuada en el momento adecuado y la intensidad oportuna”, sentenció Mar Romera.
Mar insistió en que “yo quiero que mis hijas estén tristes cuando pierden a alguien, porque sino serían psicópatas. Yo quiero que mis hijas sientan enfado cuando alguien las pisa porque si no serán mujeres maltratadas. Quiero que mis hijas sientan asco para rechazar aquello que no deben acoger”. Para Mar es urgente “entrenar todas las plataformas emocionales y quitar de nuestra vida la intencionalidad de que queremos la felicidad para nuestros hijos“.
Trabajar en nosotros mismos es esencial para poder dar una buena educación
Por último, en el tercer caso que os contábamos el problema residía en la “herencia” de los complejos. Esto es complicadísimo, porque sabemos que en nuestra sociedad (especialmente con la irrupción y normalización del uso de las redes sociales) la imagen acaba teniendo un peso importantísimo en nuestro autoconcepto y autoestima.
Pero no podemos perder de vista algo muy importante: como nos dice siempre la psicóloga Begoña Ibarrola, la autoestima de nuestros hijos e hijas no es “auto” hasta los 6 años. Esto quiere decir que la imagen de sí mismos y el valor que le dan a esa imagen, durante sus primeros 6 años de vida, depende exclusivamente de lo que nosotros (sus figuras de referencia) les trasladamos.
Y no solo eso. Durante toda la vida, y como recalcamos siempre, el ejemplo es lo que más educa. Si nuestros hijos e hijas ven que nosotros no amamos nuestro físico, que no valoramos todas nuestras capacidades y potencialidades, en definitiva, que no tenemos una buena autoestima… ¿Qué aprenderán ellos? Por eso es tan importante que nos dediquemos tiempo a nosotros mismos y a trabajar en nosotros, en nuestra autoestima, en nuestra salud mental. Pues será la única forma que podamos educarles a ellos desde la estabilidad y la seguridad que aporta el amor propio.
Dar importancia a la salud física, a los estudios o a la felicidad está genial, pero también lo es tener mucho cuidado con las expectativas que muchas veces ponemos sobre ellos y que, al final, solo hacen que limitar su desarrollo pleno y completo, al igual que ocurre con las etiquetas.
Por todas estas razones, como apunta Francisco Castaño en esta entrevista, “con los hijos hay que tener ilusiones, no expectativas. Si te generas expectativas estás perdido. Porque como tu hijo no las cumpla, tú te frustras y a tu hijo le bajas la autoestima”. No lo olvidemos.