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La ley del espejo

Nuestros hijos aprenden de nosotros, reflejan, como espejos, nuestras actitudes, nuestras formas de comunicarnos y nuestra forma de educar. ¿Qué queremos transmitirles? Con este artículo pretendemos promover la reflexión sobre el ejemplo que queremos dar a nuestros hijos. 

En un ambiente familiar en el que hemos vivido el elogio merecido, aprendemos sin saberlo a valorar las cosas conseguidas con el esfuerzo. Si recibimos aliento, felicitación y reconocimiento atesoraremos una semilla de grandeza. Significa saber llenar de agua el vaso saciando su plenitud a fin de que explote todo el potencial de tu hijo.

 En un ambiente familiar de reproche, aprendemos sin saberlo a condenarlo todo. Si de niños se nos hace continua represión por los fallos que necesariamente cometemos aparecen llagas permanentes que hacen que cualquier roce nos duela y dificulte discernir entre lo bueno y lo malo, lo grande y lo pequeño, llevándonos a la generalización de condenarlo todo. El virus se mete a una temprana edad en la que todavía no tenemos la capacidad racional para calibrar los juicios oportunos, desproporcionados e infundados de nuestros padres. Al crecer y hacernos adultos, el inconsciente “nos puede” y “devolvemos” lo recibido en forma de crítica improductiva y destructiva. Esta condena generalizada cierra el diálogo e impide que aprendamos de los errores necesarios para llegar a conocer y dominar las cosas.

En un ambiente familiar de equilibrio y equidad, aprendemos sin saberlo el arte de la justicia. Si recibimos un trato justo y equilibrado, unos límites precisos que nos dan seguridad, el equilibrio y la equidad aprendida nos señalará en un futuro la magnitud de las acciones posibles. La justicia no es solo condenar, es respetar y reconocer lo que es propio del otro.

 En un ambiente familiar de gritos y amenazas, aprendemos sin saberlo a hostigar todo y a todos. La agresión psicológica constante es tierra de cultivo para el resentimiento, el odio, la rebeldía y el temor, por ser fuente constante de desequilibrio psíquico. Aprendemos que el temor que podamos provocar a los otros es la vía para alcanzar nuestro propósito. Pasamos de fieras acorraladas a fieras que acorralan.

En un ambiente familiar de seguridad, aprendemos sin saberlo a confiar. Si de niños nos sentimos amparados y seguros aprendemos a confiar en los demás y en nosotros mismos. Los niños pueden ocuparse en desplegar sus capacidades y creatividad. La inseguridad hace que toda la energía se destine a defenderse del otro y de uno mismo. En un espacio de absoluta desconfianza, la sombra de las dudas inmoviliza y provoca angustia, desasosiego mermando todo potencial.

En un ambiente familiar que nos ridiculiza, aprendemos sin saberlo a temerlo todo. Dejar a un niño en ridículo es una forma sutil de hostigamiento. Temer hacer el ridículo es un freno para nuestra expansión, nos hace pequeños. Nos impide crecer. De adultos, el temor a hacer el ridículo nos anulará la capacidad de decisión y actuación. Se perderán posibilidades y desperdiciarán oportunidades porque no se nos permitió crecer.

 En un ambiente familiar de generosidad con el mundo, aprendemos sin saberlo a compartir. El comportamiento de nuestros padres queda grabado en nuestras retinas. Si no ven muestras de generosidad sincera por nuestra parte difícilmente repetirán esta suerte. Se puede indudablemente compartir lo material pero también les podemos enseñar a compartir experiencias gratificantes, espacios de deporte, aventura en la naturaleza, conversaciones, juegos y, naturalmente tiempo de estudio.

En un ambiente familiar en el que reinan los celos y las envidias, aprendemos sin saberlo a vivir desde el resentimiento hacia los demás. Un espacio en el que se compara inadecuada e injustamente provoca sufrimiento y mucho resentimiento. Refregar “modelos” cercanos es una falta de respeto a la identidad de cada uno. Cada niño tiene una esencia única, una edad, unas cualidades y unas capacidades específicas.

 En un ambiente familiar de estímulo, aprendemos sin saberlo a confiar en nosotros mismos. Si de niños recibimos atención sincera sentimos que comparten nuestros “problemillas”. Ese interés nos llena el corazón de alegría. Aprendemos a confiar en nosotros mismos pues nos hace sentir más grandes, más fuertes, más capaces de todo. Sentimos una energía que nos espolea hacia nuevos esfuerzos. Nos atrevemos a decir ¡esto les gustaría a mis padres! Y este encadenamiento de estímulos desemboca en una mayor autoconfianza que ha de empezar a forjarse desde los primeros años.

 En un ambiente familiar de constante y abusiva competencia, aprendemos a querer vencer de adultos a cualquier precio. El continuo enfrentamiento y la felicitación por el éxito sin más análisis, nos convierte en animales de competición sin ninguna tolerancia a la frustración. El éxito a cualquier precio es un precio altísimo a largo plazo.

En un ambiente familiar de comprensión y de amor, aprendemos sin saberlo a amar a los demás y al mundo. Cuando el cariño, el aprecio sincero, el respeto amoroso presiden en la familia, aprendemos a amarnos. Estamos llenos de amor y podríamos decir que lo devolvemos por rebosamiento.

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Hoy seremos nosotros quienes te demos las gracias por confiar en nuestro trabajo. Mañana serán tus hijos quienes te agradezcan haberte formado en tu labor educativa y haber pensado en ell@s.

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