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Niños buenos y niños malos

Estas etiquetas pueden condicionar e influir en el comportamiento de nuestros hijos

“¡Es que mira que eres mala!”. Esta mañana ha sido la última vez que lo he oído mientras salía del parque con mis hijos. Una madre se dirigía con estas palabras y un tono muy grave a su hija de unos tres años. Creo que era porque la niña no quería volver a casa y prefería seguir jugando en el parque.

Niños buenos y niños malos. Lo escuchamos por todos lados. En el cole, en la guarde, en el supermercado, en el parque. Y lo que es peor, en boca de padres, abuelos, tíos, amigos, etc. Mira qué bueno que es este niño, si es que no dice ni mú”. “Qué malo que es, si es que no para quieto”. “Le han pegado y ni se ha quejado, es que es más bueno que el pan”. “No le gusta nada compartir sus juguetes, ¡qué malo!”. Es algo que nos resulta muy familiar, tanto que todos nos hemos expresado en algún momento en esos términos.

Acostumbramos a etiquetar y clasificar a los niños ya casi desde el momento en el que nacen, dividiéndolos en buenos y malos. “Qué bueno que te ha salido, no llora nada” o, por el contrario, “Uuuuuy, qué malo… ¡éste te va a dar guerra, eh!” Sí, apenas lleva unas horas en este mundo y ya le han colgado una etiqueta al pobre. ¿Por qué hacemos esto?, ¿por qué etiquetamos de este modo a los niños? Una explicación es que el mundo es muy complejo, y resulta de mucha utilidad simplificar la realidad.

Es muy costoso desde un punto de vista cognitivo pensar que “es un niño muy cariñoso, aunque en ocasiones no sabe gestionar sus emociones y cuando se encuentra sobrepasado empuja o pega”, así que lo resumimos en “qué malo es”.

Hay una diferencia muy importante entre ser malo, y actuar de un modo inadecuado. Adolf Hitler, por poner un ejemplo, era malo; un niño que pega a otro en la guardería está actuando de un modo inadecuado, y esa conducta aunque se repita, no le convierte en malo. Cuando hablamos de que alguien es algo estamos haciendo referencia a ciertos atributos de su persona que son estables e inmutables (una persona es blanca o negra, es hombre o mujer). Si tenemos en cuenta que un niño ni siquiera tiene formada aún su personalidad al menos hasta los 18 años de edad, sería más indicado hablar de formas de actuar más que de formas de ser.

Etiquetas que les ponemos

Lo que sí le puede convertir en malo es la etiqueta que nosotros le ponemos, es lo que se conoce como el efecto Pigmalión. El efecto Pigmalión es un fenómeno que describe cómo la creencia que una persona tiene sobre otra puede influir en la conducta de esta otra persona, y es un concepto de gran relevancia para padres y profesionales del ámbito educativo, laboral, social y familiar.

A veces parece que un niño malo es el que desobedece, el que protesta, el que es difícil de manejar. Un niño bueno es más maleable, es obediente y nunca nos va a dejar en evidencia delante de nuestros conocidos. Aunque debemos reconocer que los adultos somos un tanto complicados, y a veces no llegamos a aclararnos muy bien con qué es lo que realmente queremos.

Niños que saben decir NO

Mientras que, por un lado, queremos niños pequeños que sean dóciles y obedientes, de repente pretendemos que se conviertan en adultos independientes y críticos de los que nadie pueda abusar. De algún modo creemos que ese niño del que esperamos obediencia ciega y acrítica, que no cuestione lo que le decimos (porque para eso somos sus padres), un día se levantará habiendo desarrollado de la noche a la mañana una fuerte autoestima, un gran espíritu crítico y una independencia que le posibiliten desarrollarse en el mundo adulto.

Cuántas veces los padres nos quejamos de que nuestros hijos “no aceptan un no por respuesta”, pero luego nosotros actuamos del mismo modo ante una negativa de ellos. ¿Por qué ellos deberían entender que no les vamos a comprar ese juguete que han visto en el escaparate, pero es intolerable que nos digan que no quieren más comida? Aceptando sus negativas les estamos modelando la capacidad de gestionar la frustración, porque no sólo los pequeños a veces se vuelven poco tolerantes a ella. Son muchas las veces que los mayores no aceptamos de su parte un no por respuesta, ¡y ello no nos convierte en malos!

Quizá deberíamos esforzarnos en criar niños más molestos, niños que tengan la capacidad de expresar sus necesidades porque saben que van a ser tenidas en cuenta (que no necesariamente satisfechas). Niños que sepan decir que no, por mucho que nos irrite como padres. Niños que sepan defenderse y poner límites ante situaciones que consideren injustas. Esto va a requerir mucho de nosotros como padres, y probablemente genere situaciones de conflicto que deberemos gestionar y a las que, actuando de otro modo, criando niños obedientes y sumisos, no deberíamos tener que hacer frente. O al menos no en el corto plazo.

Cuando llega la adolescencia los padres dejamos de ser el modelo ante el que se comparan nuestros hijos, y ese papel pasa a ser ocupado por los iguales, que adquieren cierto grado de autoridad unos sobre otros (y por encima de todos ellos “el grupo”). Llegará un día que a nuestro hijo con 12 años le pasarán un cubata (sí, a esa edad e incluso antes ya beben) y queremos que sepa decir que no, al igual que cuando con 15 años le pasen un porro o con 16 le inviten a un tirito. ¿Queremos un niño obediente a esa autoridad grupal? Llegará un día en el que a nuestra hija de 14 años la invitará a su casa su amigo de 18 cuando sus padres estén de viaje. ¿Queremos ahí también una niña obediente, o que sepa decir no en el momento adecuado?

No podremos llegar a comprender totalmente este problema si no es enmarcándolo en una sociedad que se mueve muy deprisa, y en la que no hay margen para el error. Lo que hoy llamamos conciliación no es más que una especie de gincana en la que no hay lugar a error, en el momento en el que alguien se sale de su papel, toda la organización diaria peligra. Empezamos el día corriendo para poder llegar a guardes, coles, trabajos y montar ese horario familiar parece una partida al tetris en la que necesitamos a cuidadores, abuelos y amigos para poder llegar al final del día. Cualquier conducta o actitud por parte del niño que nos haga perder un segundo de nuestro tiempo es una amenaza a ese débil castillo de naipes. Es fácil comprender cómo en este contexto el niño dócil se acaba convirtiendo en el niño bueno, porque es el niño fácil, y el niño activo, el que protesta, en el niño malo.

Yo no quiero hijos buenos, de esos que agachan la cabeza ante la autoridad, de esos que no saben decir que no ni parar los pies ante un abuso. Más de una vez me tragaré mis propias palabras, pero es el precio que debo pagar si quiero que el día de mañana se conviertan en las personas que merecen ser.

 

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