Quizás la pregunta que encabeza estas líneas podría complementarse con esta otra: ¿por qué nos tratamos peor a nosotros mismos de los que nos tratan los demás?
El neurocientífico argentino Mariano Sigman escribe en su libro El poder de las palabras una escena que adaptamos, con la que es posible que muchos nos sintamos identificados.
“Si un niño que no es nuestro se cae en la calle nos asomamos a preguntarle si está bien. No nos ponemos a gritarle, acusándoles de ir pensando en la lunas de Marte. ¿Por qué entonces tantos reaccionan con una cháchara aleccionadora cuando es su hijo el que tropieza? Y cuando se trata de uno mismo es peor. Solemos espetarnos ‘¿cómo puedo haber sido tan tonto?’ en vez de abrazarnos y preguntarnos ‘¿estoy bien?’ ¿Por qué tratamos con tanta severidad a la gente que más queremos?
“Enfadarse con quien ya lo está pasando mal nunca es un buen remedio. La mirada compasiva es mucho más recomendable”, explica Mariano Sigman
Sigman concluye aseverando que enfadarse con quien ya lo está pasando mal “nunca constituye un buen remedio. La mirada compasiva es mucho más recomendable”. Es el momento de abrazar y juzgar, nos propone el autor. La realidad es que muchas veces nos invade la ira cuando nuestros hijos tropiezan, derraman la comida, yerran en un encargo, no controlan sus fuerzas con su hermano… ¿Tiene alguna lógica enfadarse con las personas que más queremos en el mundo porque no han sabido hacer algo? ¿Es el momento de convocar un juicio para sentenciarles sin posible recurso a torpes, tontos, descuidados? Quizás actuando así, de jueces implacables, seamos nosotros los que merezcamos esos adjetivos.
El neuropsicólogo español Álvaro Bilbao nos invita a otra reflexión que quizás nos pueda ayudar a saber interpretar nuestra misión educativa, bien diferente a la juzgadora. Álvaro nos propone que tratemos a nuestros hijos como unos invitados, lo que en realidad son si consideramos el tiempo que llevan en la Tierra comparado con nosotros, que ejercemos de anfitriones. ¿Regañaríamos a un invitado porque se manchara comiendo? ¿Juzgaríamos a nuestro hipotético invitado diciéndole que es un desastre y que vaya a la cocina, recoja el estropicio y se vaya al cuarto de invitados a pensar? Suena ridículo. Tratando a nuestros hijos como invitados nos aseguramos tener una relación cordial, como la que tendríamos con quienes han accedido a venir a compartir nuestro hogar y vida.
“Al igual que no hay una frase que pueda convertirnos en grandes poetas o tenistas, tampoco hay una capaz de transformarnos en grandes pilotos de nuestra mente. Hay que entrenarla”, dice Sigman
Nuestra mente nos juega malas pasadas que transformamos en acciones y que, una vez analizadas, nos conducen a pensar que no es esa la manera en la que nos gustaría actuar. “Tengo que conseguir no gritar a mi hija”, me decía el otro día una madre ilusionada, formada y motivada, pero consciente que necesita salir de ese secuestro emocional en el que la ira y el enfado la invade y actúa como no quiere con su hija.
El autor de El poder de las palabras escribe: “No hay recetas mágicas. Así como no hay una frase que pueda convertirnos ipso facto en grandes poetas o tenistas, tampoco hay una frase capaz de transformarnos en grandes pilotos de nuestra mente. Se entrena y se mejora, y muchas veces basta con un pequeño cambio para dar a la vida un color más interesante y disfrutable.”
Entrenaremos y mejoraremos. Nos va la buena vida en ello.