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¿Qué mensajes esconden los malos comportamientos de los hijos?

Las emociones están ahí para aprender. Un mal comportamiento nos da la oportunidad de acompañar el aprendizaje infantil de las emociones, una nueva manera de aprender que va a reforzar su autoestima y la confianza en sí mismo.

Por Yolanda Salvatierra, responsable de Kash Lumn Family Care.

¡Cuando nos emocionamos paramos el tiempo!  Las emociones nos impactan intensamente con una determinada  situación y nos hacen ser sensibles a su importancia, más allá del tiempo y el espacio. Volver a este tiempo y a ese espacio es la reacción que nos conecta de nuevo y que se expresa a través de una acción a la que denominamos comportamiento. 

Seguro que podemos identificarnos con ese momento en que disfrutamos oliendo el aroma de una flor, contemplando un amanecer o escuchando las risas infantiles. Ciertamente, se para el tiempo. También sucede cuando nos asustamos ante un peligro, sentimos una inmensa rabia por una injusticia o una profunda tristeza al perder a un ser querido.

Las emociones centran toda nuestra atención, ese es su gran poder y quizás la causa por la que, desde los primeros pensadores, se distinga entre emoción y razón incidiendo o debatiendo sobre la importancia de su relación. Ya Aristóteles nos advertía que “educar la mente sin educar el corazón, no era educar en absoluto” y en 1995 David Goleman, con su obra Emotional Intelligence, abría la puerta a la importancia de las emociones en la conducta humana y a la necesidad educativa de aprender a gestionar y controlar unas y otras. Desde entonces, muchas son las voces que abogan por la educación y la inteligencia emocional. Pero ¿realmente las emociones hay que educarlas?, ¿hay emociones positivas y emociones negativas?, ¿cuál es la verdadera relación entre emoción y razón?, ¿qué tiene que ver la emoción con el  comportamiento?, ¿qué parámetros utilizamos para diferenciar los malos de los buenos comportamientos?, ¿hay que contener las emociones o hay que aprender de ellas?

Muchas son las respuestas a tanta pregunta pero la más importante es que, sin duda, hemos de aprender de ellas. Las emociones están ahí para aprender. Hay que entender su función, comprender su mecanismo de acción y sobre todo saber identificarlas en un comportamiento. Contener una emoción es el resultado de un proceso educativo complejo que responde más a normativas sociales que al proceso evolutivo natural. Emocionarse tiene que ver con sentir y con desarrollar capacidades adaptativas que nos permitan aprender de la propia experiencia. Por ello, no es posible emocionarse sin que ello implique una acción. No hay emoción sin comportamiento, ni comportamiento sin emoción.

En los primeros meses de vida, los bebés son muy sensibles a todo aquello que ocurre a su alrededor. Su desarrollo cognitivo es muy precario para entender qué sucede. En cambio, su sistema sensitivo-emocional está muy desarrollado. Podemos decir que son pura emoción y que sus lloros y sonrisas, las expresiones de su estado emocional. Esas primeras conductas, reír y llorar, nos comunican qué sienten los bebés y qué necesitan que hagamos por ellos. Y, aunque desde ese primer momento las emociones son altamente específicas, el bebé sólo podrá identificarlas con la sensación de bienestar o de malestar que le producen. Cuando un bebé ríe, nos comunica su bienestar y nos traslada su alegría, haciendo que nos sintamos contentos y satisfechos junto a él. Cuando llora nos conmovemos con sus miedos, tristezas, enfados provocando una intervención que le ofrezca la seguridad necesaria para que ese malestar se resuelva.  Por ello, todo bebé necesita de un adulto que se haga responsable de esas emociones, que las escuche, interprete y les dé el significado que ayude al bebé a aprender. Que le ayude a aprender del valor del bienestar. Que le ayude a aprender que puede calmarse cuando algo va mal.

¿Qué es un mal comportamiento? Parece obvio que atribuimos ese calificativo a toda conducta que no responde a las normas socialmente establecidas, pero en realidad un “mal comportamiento” nos está expresando un malestar. Una rabieta, las malas contestaciones, el no obedecer, no querer comer o irse a dormir… no son respuestas que vengan motivadas por sensaciones de placer. ¿Podemos recordar la última vez que nuestro hijo o nuestra hija se portó mal? O mejor aún ¿podemos recordar cuándo lo hicimos nosotros? Un llanto incontenido, una contestación airada, un grito de terror, hasta incluso dar un puñetazo en la mesa o cerrar la puerta con un portazo pueden ser comportamientos, socialmente muy incorrectos,  pero emocionalmente muy sanos. Pensemos por un momento en que nos ocurre cuándo nos asustamos, enfadamos, cuándo nos cuesta aguantar la rabia ante una injusticia. Hemos aprendido a comportarnos según las normas establecidas. En la mayoría de los casos, a no dejar ver nuestra vulnerabilidad, a ser asertivos y “políticamente correctos” pero ¿ello nos hace sentir mejor?, ¿qué estamos aprendiendo?

¿No sería más adecuado poder identificar que nos ocurre y utilizar las capacidades adaptativas, propias de cada emoción? Eso es lo que habría que propiciar en nuestros hijos. Nacemos con un bagaje emocional innato que tiene como función desarrollar capacidades adaptativas esenciales para la vida. Nuestro cerebro es capaz de detectar el miedo, el enfado, la alegría, la tristeza, la sorpresa, la ira según la cualidad de los estímulos que percibamos, desde el mismo momento del nacimiento e incluso mucho antes. Todas las emociones tienen como finalidad el aprendizaje y el crecimiento, de ahí su función protectora y adaptativa. Tenerlo presente en el comportamiento de nuestros hijos nos da la oportunidad de acompañar su aprendizaje y desarrollo emocional. Por ejemplo, si sabemos que cuando nos enfrentamos a una situación en la que se ponen en cuestión nuestras propias capacidades, se activa la emoción del enfado para que desarrollemos el esfuerzo y la perseverancia, seguramente podremos reaccionar ante el comportamiento de frustración de nuestros hijos con recursos y estrategias que les permitan desarrollar esas capacidades.

La dificultad que tienen las emociones es tratarlas desde la calma. Ya hemos visto que toda emoción implica una intensidad y de esa intensidad será el tipo de comportamiento que genere. Si entendemos la noción de intensidad cómo una dimensión térmica en la que hay que tener la habilidad de regular,  habrá que aprender a enfriar cuando es alta y a calentar si está bajo cero. Por ello, si una emoción tiene como reacción un mal comportamiento, también tendrá una temperatura que graduar pero sobre todo, una razón de ser que atender. No se puede bajar la temperatura de un incendio si no se ponen los medios para apagarlo y siempre será más adecuado calentar un bloque de hielo si antes lo sacamos del congelador. Con las emociones pasa lo mismo, comprender esa razón de ser y tomar consciencia de qué capacidad hemos de poner en marcha, es fundamental para una óptima salud emocional que propicie el aprendizaje y el desarrollo madurativo. Además, favorecerá que actuemos desde la calma. Saber nos calma y propicia que razón y emoción se complementen, pero para ello hace falta un largo recorrido. Recorrido que en los peques necesitará de al menos los primeros 6 años y no se completará hasta alcanzada la edad adulta y a veces, toda la vida.

La etapa infantil tiene esa gran misión, desarrollar las capacidades adaptativas implicadas en cada una de las emociones básicas. Y un mal comportamiento nos da la oportunidad de intervenir en ese proceso, de ejercer nuestra  responsabilidad de adultos, acompañar el aprendizaje infantil. Puntos clave para hacerlo con éxito:

  1. Conocer el valor de las emociones y sus características para poder identificarlas en cualquier tipo de comportamiento.
  2. Ante un mal comportamiento, mantener la calma. Sin calma es difícil descubrir qué emoción se esconde tras un comportamiento.
  3. Y, una vez calmados, calmar. Ya sabemos que toda intensidad hay que graduarla para que sea operativa. Si no paramos una rabieta, si no ponemos calidez a una situación de pánico, será difícil que nos puedan escuchar.
  4. Sentirse comprendido es primordial para que nos presten atención. Hay que decirles que entendemos lo que les pasa y verbalizar su situación de malestar.
  5. Hay que poner significado a su malestar enunciando la emoción que está operando y la función que hay que realizar.
  6. Ayudar a que esa función se realice, animando, ofreciendo alternativas.

 

Un ejemplo para entenderlo un poco mejor.  Sabemos del valor del enfado. Si no pudiéramos enfadarnos no podríamos reconocer la frustración que nos causan nuestras limitaciones, las reales y las que aún no hemos explotado del todo.  El enfado nos fuerza a perseverar y buscar nuevas estrategias. Imaginemos que nuestro hijo o nuestra hija, está montando una construcción y se le desbarata una y otra vez. Entonces, estalla a llorar o inicia una pataleta. Podemos enfadarnos por la escena y su poca paciencia o, podemos comprender que está sucediendo y actuar adecuadamente. Le podemos  calmar con un “vaya, ya veo que es difícil lo que estás haciendo y eso te pone de muy mal humor, cálmate que estoy aquí, a ver si te puedo ayudar”. Explicarle, que se ha enfadado porque no le sale lo que quiere, pero que si sigue intentándolo o lo intenta de otra manera, seguro que podrá conseguirlo. Permanecer a su lado para animarle y valorar su logro. El resultado no sólo será satisfactorio sino que le habremos ofrecido una nueva manera de aprender que va a reforzar su autoestima y la confianza en sí mismo.

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