Virginia del Río: “No es necesario decir nada a una persona en duelo, no tenemos la misión de salvarle de su dolor porque es imposible”

Dicen los expertos que no existe un modo de superar el dolor por la muerte de un hijo. Que es algo infinito y un dolor que dura para siempre, porque el amor también es para siempre. Lo consideran una pérdida inconcebible e insuperable, contra natura. Pero si a eso añadimos que se trata de un hijo único o de un bebé a punto de nacer (o recién nacido), ese suceso puede ser aún más traumático. Y es un hecho que ocurre a menudo, a muchísimas familias. Y no es algo que debamos negar ni ocultar, como dice siempre Virginia del Río. Esta periodista decidió, una vez sanado ese duelo, servir de guía y luz a otras personas que pudieran necesitarlo. Y una de esas herramientas es el libro La habitación de Uriel, un canto a la vida, a la muerte y a la aceptación de una nueva realidad. Porque como ella dice, “convertirme en madre me dolió antes de serlo”. Hemos hablado y hasta llorado con ella para “deshacer los nudos”.

P. “No hay palabras para explicar qué se siente cuando se tiene un hijo, pero sí las hay para explicar qué se siente cuando se pierde”, ¿cómo se vive ese silencio tan atípico que sigue a tu parto?

R. Recuerdo esa soledad en el paritorio y esa luz cegadora sobre mi cuerpo, aunque para mí ya era de noche, y fue así durante mucho tiempo. El silencio era terriblemente abrumador, me asfixiaba. La tristeza me calaba el alma y mi llanto callado me recordaba lo lejos que estaba ese momento de lo que tanto había soñado… Puedo sentir ese frío ahora mientras te lo cuento…

 

P. En ‘La habitación de Uriel’ explicas que el duelo es amor que no sabe adónde ir. ¿Cómo se sobrevive con ese dolor de alma para el que no hay analgesia posible?

R. El duelo es amor que se queda huérfano, que no sabe adónde ir y al que hay que buscarle un nuevo lugar en la historia. En los primeros días del duelo el vacío lo ocupaba todo. La barriga vacía, la cuna vacía, mi vida vacía. Sobreviví con el peso de toda esta ausencia el tiempo inevitable, supongo que el que necesité para adaptarme a mi nueva yo, sin hijo, sin sueños, con el alma en ruinas. Por puro instinto de supervivencia, porque no sé cómo hice para soportar tanto dolor. Y después, la terapia empezó a encenderme algunas lucecitas que se habían apagado y empecé a salir de la oscuridad con mucho trabajo personal. La muerte de mi hijo no acabó con mis ganas de vivir, aunque no sabía cómo iba a conseguirlo. Transitando el camino del duelo, me fui dando cuenta de que el vacío tan grande que sentía se iba llenando de amor. Esa fue mi verdadera analgesia. Seguir amándole, aunque no le pudiera ver.

 

P. El dolor de los demás también nos duele, ¿es por eso que no sabemos acompañar emociones ajenas?

R. Sin lugar a dudas. Somos una sociedad que vive de espaldas al dolor, como si lo pudiéramos evitar… Que vive como si nunca fuese a morirse, y que no quiere hablar de ello, con el pensamiento, quizá, de que si no lo hablo no sucederá. Cuando estamos con alguien en duelo no es necesario decir nada, no tenemos la misión de salvarle de su dolor porque además es imposible, es algo que tendrá que transitar sola o solo. Con estar presente, escuchar activamente y abrazar es más que suficiente. Siempre digo que no digas nada si lo que vas a decir no es mejor que el silencio. Y si no siempre se puede ser honesto: “No sé qué decirte, pero aquí tienes mi hombro y mi apoyo”.

Cuando antes aceptemos que el dolor y la muerte forman parte de la vida, más fácil  nos será vivirla en plenitud.

 

P. ¿A día de hoy seguimos minimizando el dolor y suavizándolo? ¿cómo podemos legitimarlo y validarlo?

R. Cuando el dolor se minimiza no es más que un método de defensa, una barrera entre el dolor y yo para ver si así deja de doler tanto. Pero nada de esto sirve, sucede más bien al contrario. Para validar las emociones del doliente hay que dejar de transmitirle que deje de llorar, que ya es hora de que pase página, etc. El duelo dura lo que dura, pero tiene un principio y un final. Para unas personas dura un año, para otras dos y habrá quien necesite algo más de tiempo. Acompañando y no juzgando estaremos validando esas emociones tan difíciles de transitar.

 

P. ¿Deberíamos empezar por no decir que estamos ‘bien’ cuando nos preguntan y no lo estamos?

R. Sí, ese es un muy buen comienzo. La mayoría de las veces decimos que estamos bien por no importunar, porque sabemos de la mala gestión que hacemos los seres humanos del dolor, y muchas veces lo decimos porque no nos sentimos entendidos, y así la conversación acaba antes.  Pero sí, verbalizar las emociones tal y como las sentimos ayuda a situar este duelo en el mundo y a que se respete nuestro dolor.

 

P. Nadie sana siendo la misma persona, pero se puede volver a ser feliz. ¿Es distinta felicidad a la que conocías de antes?

R. Sí…(suspira). Absolutamente. Pero no quiero decir que sea peor ahora. La muerte de Uriel dividió mi vida en dos etapas: antes de Uriel y después de Uriel. Antes de él yo era más inocente, mas inconsciente, tenía menos miedo y manejaba otro concepto de felicidad. Después de él, perdí la inocencia y soy plenamente consciente de que la vida puede saltar por los aires en un segundo, así que saboreo los momentos felices como no lo hacía antes, y ahora mi felicidad tiene que ver más con la serenidad.

 

P. Somos lo que vivimos. ¿Qué es lo que podemos hacer cuando hemos tenido un duelo o un hecho traumático y hemos “aprender a caminar de nuevo, aun cuando pensábamos que ya sabíamos volar”?

R. Tener que aprender a caminar de nuevo, que para mí es la metáfora más acertada, es desolador. Pero aquí solo hay dos caminos: o atraviesas el dolor y lo sanas, o te quedas debajo del edredón para siempre, que también sería legítimo. Yo elegí la primera opción porque, aun cuando no sabía cómo iba a vivir, quería vivir. Por mí y por mi hijo. Y supongo que esa fuerza y esa resiliencia me sacaron del lugar oscuro donde estaba para ir poco a poco a otro con un poco más de luz. En esta fase del duelo, para mí, es fundamental tener ayuda profesional, bien sea con un psicólogo o con acompañantes del duelo. De la noche a la mañana te has convertido en otra mujer por la que, seguramente, sentirás mucha compasión. Y esto hay que trabajarlo también. Somos lo que vivimos (con lo bueno y con lo malo). Lo que sentimos. Las personas que amamos. Podamos verlas o no. Y todo eso nos cambia, nos obliga a evolucionar, a adaptarte a tu nuevo yo y encontrarle un espacio en tu nueva historia.

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Lara Fernández

Periodista especializada en Educación y maestra de Educación infantil

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