Hoy nos cuenta Mireia cómo ha dado la vuelta a esta estrategia polémica para tratar de educar mejor, con más calma y sin gritos, a sus dos hijos, Laia y Pau. Os recordamos que podéis mandarnos vuestras historias a autores(arroba)gestionandohijos(punto)com.
Tengo dos terremotos. Sí, habéis leído bien, no tengo una hija y un hijo, tengo dos terremotos que no paran de moverse. O dos volcanes, muchas veces en erupción, o dos sacos de la risa, cuando les hago cosquillas, o dos entusiasmos con patas, o dos algodones de azúcar… Laia (de 9 años) y Pau (de 5 años) son como camaleones que van mudando de color según el entorno. Y mudan muchas veces a lo largo del día. Claro, yo también mudo, pero eso es ya otra historia.
El caso es que quiero contaros de mis dos terremotos. Hace un par de días, estaban como locos nada más llegar a casa, gritando, no poniéndose el pijama, corriendo por el pasillo sin parar… ¡Pobres vecinos, no sé cómo no nos han rogado ya que nos vayamos! En realidad, esto pasa muy a menudo y lo peor suele venir después: me pongo a gritar frenética (mi pareja, Jordi, llega más tarde del trabajo y yo a las 20h ya no rijo igual de bien ni tengo la misma paciencia), fuera de mí, pensando, ilusa de mí, que así me harán caso y pararán la fiesta que me está haciendo estallar la cabeza. Luego los persigo por el pasillo, pero, ¡ay!, ellos corren mucho más rápido, así que mi frustración va en aumento. Y os tengo que confesar una cosa, yo tampoco sé muy bien manejar esta frustración. A veces me sorprendo pensando: “¿Y ahora qué, Mireia, listilla? ¿Ahora qué vas a hacer para que se pongan el pijama y se tranquilicen?”. Pues nada, como no me rindo, sigo por el mismo callejón aun sospechando que no hay salida: Si consigo cazar a uno (“¡Biennnn!”, me digo) lo llevo a rastras hasta su cuarto, pero, ¡oh!, no tienen cerradura. Así que claro, solo puedo bloquear una puerta, porque no tengo un gadgetobrazo, como el Inspector Gadget, y en cuanto me descuido volvemos a las andadas. Y aumenta la frustración, y mi desbordamiento, y, la verdad, a veces me pongo demasiado antipática con las dos personas que más quiero en el mundo.
Pero hace un par de días, en medio del gran terremoto que estaban montando, les dije: “Chicos, parad un momento y poneos el pijama”. Seguían con su sordera selectiva, así que como yo ya me veía en plan volcán a punto de estallar (sí, yo también trasmuto mucho) y no me gusta verme así, les dije: “Me voy a mi silla de pensar, que necesito relajarme, porque me estoy poniendo muy nerviosa”. Tuve mucho cuidado de explicar lo que yo sentía sin reprochar nada. Subrayo esto porque otras veces habría dicho: “Me estáis poniendo de los nervios”. Y claro, aunque parezca lo mismo no es lo mismo.
Después de esto me encerré en la única habitación de nuestro pisito que tiene cerrojo, el baño, y me puse a respirar despacito y a leer (¡ay, qué gustazo, leer!). Pasó poco tiempo hasta que un osito de peluche llamado Pau llamara a la puerta para saber si estaba bien. Y le dije: “Sí, necesitaba calmarme porque estaba muy enfadada. ¿Ya vais a poneros los pijamas?”. Me pidió que abriera la puerta, me dio un abrazo de oso (de peluche) y fue corriendo a coger su pijama. Dudo mucho que esta técnica me vaya a funcionar siempre, pero es que los gritos, los castigos, las amenazas y las carreras de una tortuga (yo) contra dos liebres (Laia y Pau) no estaban funcionando y estaban empeorando las cosas, así que pienso: ¿Qué tengo que perder por probar caminos más respetuosos?
Imagen: Jil111/Pixabay