Desde que se inició la pandemia, nuestros hijos adolescentes pasan cada vez más tiempo sumergidos en el mundo virtual. La Covid-19 solo ha acelerado un proceso que se inició hace 15 años, cuando las redes sociales aterrizaron en nuestras vidas.
Pero no solo hablamos de redes sociales: hablamos de juegos en línea, de chats, de videollamadas y de todas las posibilidades que las nuevas tecnologías ofrecen. El adolescente encuentra un mundo virtual en el que cada vez pasa más tiempo. Un mundo entero dentro de su dormitorio.
Una realidad virtual creada a medida, donde el Big Data se ocupa de ponerles en bandeja justo lo que coincide con sus intereses, donde pueden mostrarse tan atractivos como quieran, donde refuerzan su autoestima y potencian su narcisismo a golpe de like.
En ese mundo virtual, seguro, a medida, y moldeable, creamos una identidad digital que va más allá de la realidad física. Un alter ego que nos transciende, y que no es sino una versión mejorada de nosotros mismos, donde proyectamos nuestras carencias y deseos.
Filtros y retoques nos ayudan a modificar nuestro aspecto físico. Seleccionamos la imagen que queremos dar, mostrando y edulcorando aquellas facetas de la vida que consideramos más deseables o atractivas. En ese alter ego digital proyectamos nuestras carencias y deseos, es decir, nos sublimamos.
Esta identidad digital no somos nosotros. ¿O sí? Lo que es innegable es que existe y tiene vida propia. Que se fusiona con nuestro yo y que impacta en el mundo real.
¿Cuáles son las consecuencias de este fenómeno?
- Aislamiento social. El mundo virtual es más atractivo, seguro y predecible que el mundo real. Es más difícil que aparezcan emociones negativas, ya que se seleccionan las interacciones y los contenidos. El adolescente se desenvuelve en la comodidad de un mundo a medida.
- Trastornos de la imagen corporal. El/la adolescente se habitúa a verse con una imagen poco realista, moldeada a base de retoques y filtros. Delante del espejo, la realidad confronta con esa imagen de su alter ego digital. Y pueden aparecer obsesión por el aspecto físico, trastornos de la alimentación o por los retoques estéticos.
- Desarrollo de una personalidad evitativa. En el mundo real no tenemos control, no podemos “borrar” un comentario negativo o retocar lo que no nos gusta. No nos ofrece contenidos o experiencias seleccionados desde Silicon Valley para conectar con nuestros gustos. El mundo real es agreste, impredecible y escuece. Es una jungla emocional si lo comparamos con el azucarado entorno virtual. El adolescente se vuelve “blandito”, pierde la posibilidad de sentir, de sufrir, de experimentar. Y aparece la evitación: huyen de las emociones perturbadoras o negativas porque no han desarrollado la resiliencia para afrontarlas.
- Difusión de la identidad. La identidad se forja a lo largo de los años en un proceso que culmina en la adolescencia. Sin embargo, ahora la identidad real choca con la identidad virtual: “¿Quién soy yo? ¿La del espejo, o la de mi perfil de Instagram?”. Tratar de integrar esas dos identidades provoca una disonancia que se expresará en forma de síntomas: ansiedad, depresión o crisis existenciales.
- Sobreexposición de la intimidad. Su habitación es dominio público, comparten lo que hacen en cada momento, todo es público. La esfera privada no existe.
- Banalización de la sexualidad. Los contenidos sexualizados, fotos de desnudos o en actitud provocativa son normalizadas y publicadas sin pudor. La sexualidad ha pasado a ser un contenido viral más.
- Reformulación de las relaciones personales. Ya no hace falta conocerse en el mundo real, amistades y amores no solo surgen, sino a veces únicamente existen, en el mundo virtual.
- Bulimia digital. Hiperconsumo de contenidos. Los adolescentes consumen contenidos y los escupen de forma vertiginosa, compulsiva. Nada es suficiente. No hay profundidad. Tiene que consumir, compartir, y no quedarse excluidos de lo viral, porque de otro modo quedan fuera del sistema.
- Problemas de atención y memoria. Los contenidos virtuales están diseñados para ser rápidamente consumidos. El adolescente no necesita dedicar más de unos pocos segundos a una publicación. La capacidad para prestar atención se pierde, o directamente, no se entrena. Tareas que requieran más esfuerzo sostenido, como leer un libro o estudiar, se convierten en tediosas y aburridas. Porque no hay recompensa inmediata.
- Narcisismo. Su ego se nutre de likes, de aprobación, de piropos. El selfie es la mayor expresión del narcisismo digital: esa autofoto es más para uno mismo que para los demás.
- Problemas de autoestima. Competir en belleza, ingenio o humor con los productos de moda (youtubers, tiktokers…) es imposible. El adolescente nunca puede llegar a ese nivel de perfección, que, aunque él no lo sabe, ha sido diseñada y precocinada.
¿Cómo podemos minimizar este impacto?
En primer lugar, controlando el tiempo que nuestros hijos pasan en el mundo virtual. Supervisando sus contenidos, confrontando y explicando como de irreal y de manipulado es la mayoría de lo que ven.
Promoviendo un pensamiento crítico, ayudándoles a desarrollar la capacidad de cuestionarse las cosas: que sean consumidores digitales críticos. Ofreciéndoles alternativas reales al mundo virtual y, sobre todo, educando en el correcto uso de las TICS.