Cuando el fútbol deja de ser un juego y se convierte en una batalla
¿Por qué el deporte, que es una herramienta fantástica para educar en valores como la cooperación, el espíritu de equipo, la solidaridad, las ganas de superarse, el esfuerzo y la constancia, se convierte en un campo de batalla de padres? ¿Por qué muchos vuelcan en el deporte sus bajas pasiones, sus frustraciones, sus esperanzas, su agresividad? Reflexionamos sobre este tema a raíz de la noticia de las agresiones entre padres en un partido de infantil en Mallorca.
Todos hemos visto las lamentables imágenes de una pelea de padres en un partido de fútbol infantil. Hace justo 8 días, chavales de 12 y 13 años estaban jugando un partido en Mallorca. El encuentro se suspendió cuando estalló una discusión que llegó a las manos entre personas del público, muchos de ellos padres. Los adultos se enzarzaron en patadas y puñetazos en la grada y en el terreno de juego. Tuvieron que personarse agentes de la Guardia Civil y el partido fue suspendido.
¿Qué es lo que pasó? A raíz de una jugada que causó polémica en las gradas, los ánimos de los padres se calentaron y algunos de los seguidores saltaron al campo, donde se inició la pelea entre seguidores de los equipos rivales, mientras los niños gritan y las madres que estaban grabando el encuentro piden que cese la pelea, porque hay niños delante.
Lo cierto es que no son pocas las noticias sobre la agresividad de los padres en los partidos de sus hijos (de hecho la Federación Murciana de Fútbol hizo un estudio en 2010 que concluía que el 80% de los casos de violencia en partidos de categorías inferiores tienen a los padres como implicados.
Estamos, se podría pensar, ante una contradicción: se nos dice que es importante que nuestros hijos hagan deporte, que no solo mejorarán su salud física sino que además aprenderán valores. Nos lo decía Manolo Sanchís, ex futbolista y responsable de el Club Deportivo Ford Tourneo en uno de nuestros encuentros: “El deporte provoca mucha convivencia, generosidad, espíritu de equipo y solidaridad”. Como dice Patricia Ramírez, coach especialista en deporte en un artículo en Marca, “justo esta palabra, jugar, es la que pierde por completo el significado cuando vemos estas peleas inadmisibles en un lugar que debería ser un templo de la educación en valores.¿Qué puede estar pasando para que episodios como este, que no son tan aislados, embarren este loable objetivo?
Podríamos decir que pasan tres cosas:
Primera: El deporte es el campo en el que muchas personas dan rienda suelta a sus bajas pasiones, incluso frente a la tele: insultan al árbitro, se odian a muerte con los seguidores del equipo rival, se creen que saben más que el propio entrenador, gritan, se enfadan, se alegran como si de un gran logro propio se tratara… Así, una persona en general formal, que sabe controlarse, encuentra en el deporte el ámbito en el que desmadrarse, gracias, además, al poder del grupo (en las gradas o en el salón de una casa, o ante una pantalla gigante de un bar). Hay gente que pide a un simple juego, a un partido de fútbol, mucho más de lo que sería lógico pedir y vierte en él todas las frustraciones y esperanzas. ¿No nos parece un poco loco? ¿No deberíamos hacérnoslo mirar?
Segunda: Debido a esas bajas pasiones que hacemos que el deporte nos despierte, dejamos de ver en el rival a alguien contra quien jugar, alguien con el que pasar un buen rato, superarse y dar lo mejor de uno, a ver a un auténtico enemigo, dentro y fuera del campo. Quizá por eso, los chicos del equipo de baloncesto del equipo Santa María del Pilar vertieron comentarios insultantes en las redes sociales contra sus rivales, el Obispo Perelló, a los que habían vencido en la cancha. Felizmente, el director del Santa María del Pilar decidió renunciar a la victoria para dar una lección de educación en valores a los chavales.
Tercera: En el caso concreto de padres y madres, muchas veces proyectamos en nuestros hijos nuestros sueños y aspiraciones, queremos que venzan, que ganen a toda costa, nos da miedo y rechazo que pierdan. Volvemos, como tantas veces, a hablar de sobreprotección. “El niño es una extensión, una sucursal sobre la hierba del adulto que está en el graderío, y si por ejemplo lo mandan al banquillo “su padre se lo toma como una ofensa al yo”, porque el crío “forma parte de su identidad”, decía en El País Jorge Sobral, catedrático de psicología social en la Universidad de Santiago de Compostela, exjugador. Dice Patricia Ramírez que este tipo de padres “felicita a su hijo por la victoria y por los goles. Incluso muchos de ellos se enfadan y critican a su hijo después del partido si no ha marcado o si no ha jugado como ellos desean. No disfrutan por el hecho de que su hijo juegue, solo les importa que sea el mejor y que destaque”.
Sabemos que educar con el ejemplo es la única manera. Nos lo contó Álvaro Bilbao en un vídeo que colgó en su página de Facebook en el que revelaba que acababa de descubrir que la maleta con su flamante traje para dar una conferencia en Bilbao se había quedado en Madrid: “la manera en la que yo reacciono ante las pequeñas o grandes frustraciones va a condicionar mucho a mis hijos”. Y en el fondo, los padres y madres que dan rienda suelta a su agresividad, a su impulsividad y a sus frustraciones en las gradas también están educando: les están diciendo a sus hijos que está bien dejarse llevar por la ira, que está bien ver en el rival de un juego a un enemigo, que está bien gritar, pegar, ser agresivo.
Quizá si reflexionamos un poco, concluiríamos que es importante educar a nuestros hijos para que entiendan que el fútbol es un juego o un espectáculo con el que pasárselo bien y no obsesionarse, que los rivales son solo compañeros con los que jugar y que nos ayudan a dar lo mejor de nosotros, que lo importante es disfrutar y no ganar (y menos para satisfacer nuestros deseos) y que, si queremos educar de verdad a nuestros hijos en valores, deberíamos empezar por educarnos para no dejarnos controlar por nuestros impulsos y bajas pasiones.
Imagen: Twiter de Iñaki López