Cuando los niños nos enseñan a expresar amor
Raquel de Diego, de ConciliaFam, parte de la imagen de nuestro mundo interior como si de una bola de cristal con purpurina y una casa dentro se tratara, como la imagen que ilustra este post. La purpurina son las emociones y la casa es la razón. Mientras los niños agitan la bola con mucho brío y mueven mucha purpurina (muchas emociones) y brillan, los adultos queremos brillar menos, movemos la bola con mucha menos gracia y nos preocupamos sobre todo por la casa. Raquel nos anima a hablar de nuestras emociones, a tenerlas más presentes, porque no podemos olvidar que “es la purpurina la que envuelve a la razón y la integra en un sistema, que la casa toma sentido gracias al brillo de las emociones”. “Si agitamos débilmente la bola y no dejamos que las emociones fluyan, nos distanciaremos de la realidad”, nos dice Raquel. Y en esto de dejar que nuestras emociones brillen tenemos en casa unos maestros de excepción.
Adultos y niños tenemos huellas que nos identifican, cada uno de nosotros tenemos un “brillo” que nos diferencia de los demás. Y la gran diferencia entre los niños y los adultos es que pasamos de la etapa infantil a la edad adulta sin madurar nuestros instintos; aprendemos a conducir, a asumir responsabilidades, a adquirir conocimientos desde la escuela y las experiencias que vivimos, pero nos falta escuchar más los mensajes que nos envían nuestras emociones.
Las emociones son el canal para conectar con el mundo, con los demás y con nosotros mismos.
¿Qué hace que se diluya la conciencia de su impacto en nosotros entre todo este aprendizaje que vamos adquiriendo a lo largo de la vida?
Agitar las emociones
Las emociones son como purpurina en una bola de cristal: cuando somos niños agitamos la bola enérgicamente para dar movimiento a la purpurina y hacerla bailar entre todo cuanto forma parte del paisaje interior. La purpurina le da sentido a aquello que ocurre ahí dentro de la bola. Con su lluvia, hace brillar la casa que se mantiene firme en el centro de la bola, como si fuese cuestión de energías y equilibrio, para crear un paisaje completo en sí mismo.
Ya de adultos agitamos la bola de forma distinta, con menos brío. Parece que la atención se dirige a la casa, nos fijamos en las ventanas que tiene, su puerta, la altura de la chimenea, o si ha perdido color con el tiempo…
Esa casa fija dentro de la bola representa entonces la razón: firme y cimentada, como las creencias que nos hacen tomar decisiones y reducir distintos puntos de vista a una sola perspectiva, por ver las cosas desde un único lugar.
Desde ese lado podemos olvidar que es la purpurina la que envuelve a la razón y la integra en un sistema, que la casa toma sentido gracias al brillo que le ofrece en cada dimensión en que se nos presenta, y se adapta al paisaje desde su existencia.
Si agitamos débilmente la bola y no dejamos que las emociones fluyan, nos distanciaremos de la realidad.
Y esto es peligroso. Hará que nos desorientemos dentro de nuestro propio mundo, que es cambiante como el movimiento de la purpurina.
Reaprender a expresar amor
Los niños tienen brillantina natural que brota desde cualquiera de sus movimientos. Fluye por todo el ambiente.
Hace unos días hablaba con mi hijo sobre los animales a raíz de leer un cuento sobre cómo se dan besos distintos animales: los osos, las jirafas, los erizos, los tigres, las cigüeñas, todos se dan besos. Y le pregunté sobre qué siente cuando nos abrazamos nosotros dos. Él contesto: “Amor”. Vaya, bonita descripción. También hablamos de cuando era bebé y tomaba leche de mi pecho, aquí quiso volver a probar experiencia… de nuevo le pregunté: “¿y qué sientes?”. A lo que respondió: “Siento una parte de tu amor en mí, y una parte de mi amor en ti cuando estamos tan juntos”.
Me pregunto qué fue lo que exactamente me sorprendió al escuchar estas palabras de un niño de cuatro años desde una emoción tan especial. ¿Por qué dejamos de usar estas expresiones recién llegadas del corazón cuando somos adultos?
Nuestro “material” es sensible. Y no sólo porque nacemos inmaduros y dependientes, sino porque nos relacionamos de manera puramente emocional desde el nacimiento, con el fin de sobrevivir y sentirnos protegidos. Sabemos leer las expresiones en las caras de quienes nos miran, identificar su tono de voz con un estado de ánimo y percibir el ambiente como tranquilo o amenazante. Alta precisión emocional.
Hablemos sin dudar con los niños; preguntémosles cómo se sienten, que les hace sentir una situación, un gesto, una mirada. Y aparte de asegurar una conversación divertida, nos sorprenderemos de la rapidez en la que conectamos con las emociones (las suyas y las nuestras), y lo sencillo que es expresar amor a su lado.