“Nuestros hijos necesitan alguien lleno de vida que les enseñe a vivir descubriendo que el otro existe y que tiene necesidades vitales tan importantes como las suyas”. Maite Vallet, fundadora del colegio Maria Montessori y formadora de profesores y padres, lo tiene bastante claro. El sacrificarse por los hijos, dejar aparcada nuestra vida para cuidar de ellos y centrar nuestros proyectos e ilusiones solo en ellos no es bueno, ni para nosotros ni para ellos, porque unos dejan de vivir y se sacrifican y luego reprocharán eso de “con lo que yo he hecho por ti…” y nuestros hijos perderán la oportunidad de ponerse en el lugar de los demás e incluso la posibilidad de tener un modelo de autocuidado y respeto por uno mismo sano. Reflexionamos sobre esta frase con la historia de María Jesús y su hijo Jaime.
Jaime acaba de entrar en la adolescencia. Antes era un chico dulce, bastante dócil. María Jesús, su madre, presumía de que era un niño bueno. Claro que María Jesús siente que el mérito es de ella, porque ha hecho de la educación de su hijo casi su único proyecto vital: se han apretado los cinturones para llevarlo al que pensaban que era el mejor colegio de la ciudad, le ha llevado a las actividades más interesantes, ha dejado de cultivar amistades y aficiones para pasar más tiempo con su hijo, todas las conversaciones se centran en Jaime y apenas habla de sí misma, se ha olvidado de la vida que llevaba antes y cree, en suma, que se ha sacrificado por su hijo. Para María Jesús, eso es ser buena madre y suele afirmar con orgullo que ella se desvive por su hijo.
Sin embargo, llegada la adolescencia Jaime abandona su docilidad y su dulzura y empieza a contestar airadamente a su madre, que intenta averiguar con un interrogatorio interminable qué hace su hijo, adónde va, qué le pasa, qué tal ha ido en clase. “¡Qué cotilla eres!”, “¡Qué pesada!”, “¡Déjame en paz!”, “¿Por qué no me dejas vivir mi vida?”, “Ocúpate de tu vida y deja de meterte en la mía”, son algunas de las contestaciones que Jaime “regala” a su madre. Y claro, María Jesús no puede evitar decirle, con infinita amargura: “¡Qué mal me tratas, hijo! Con lo que yo me desvivo por ti…”. Jaime, cuando su madre responde así, le suele contestar enfadado: “Yo nunca te he pedido que te desvivas por mí, ¡no te digo! Eso lo has hecho porque has querido tú”.
Y, a pesar del tono airado y de falta de respeto de su hijo, en el fondo tal vez, solo tal vez, no le falta razón, ¿no os parece?
Enseñar a vivir en lugar de desvivirse
Aquí os ofrecemos algunas ideas claves para dejar de desvivirnos por nuestros hijos, que, como hemos dicho, no les ayuda, y empezar a enseñarles a vivir:
- Para cuidar hay que cuidarsey, como nos dice Eva Bach, “hay que crecer para enseñarles a crecer”. María Soto lanzó una importante pregunta al aire en uno de nuestros talleres: “¿Qué les estamos enseñando a nuestros hijos si no nos cuidamos?¿Nos van a respetar o se van a respetar si nosotros no nos respetamos?”. Otra idea más, María Jesús Álava nos contaba en una charla que “los niños quieren vernos bien. Un niño no puede vivir sin esperanza”.
- Cuidemos nuestra propia vida. Por mucho que la crianza y la educación de nuestros hijos sea una actividad tremendamente intensa, agotadora e ilusionante y tengamos que renunciar a ciertas cosas (salir de noche todos los fines de semana o dormir como lirones, por poner dos ejemplos), cuando la sensación de renuncia es insoportable o nos llena de amargura sería interesante buscar soluciones. Pensar qué necesitamos para sentirnos bien y establecer un plan alcanzable serían algunas de estas soluciones.
- Manifestar en el día a día nuestras necesidades además de tener en cuenta las de los demás para llegar a acuerdos y a una convivencia armónica puede ser una buena manera de evitar la peligrosa tendencia a desvivirnos y sacrificarnos y nos ayudará a que nuestros hijos pongan la mirada en los otros.
- Pensar en nuestros proyectos, seguir aprendiendo y plantearnos retos nos puede ayudar a vivir la vida con más ilusión y a enseñar a nuestros hijos a hacerlo.
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