Los viajes de fin de curso a Mallorca que originaron el macrobrote de Covid siguen dando de qué hablar. Este lunes, la Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid elevaba el número de contagiados derivados de este foco hasta los 964 en la región: 743, estudiantes; 205 familiares y allegados; y 16 casos terciarios. Pero más allá de las cifras, la noticia está en la falta de empatía de los jóvenes. Lo poco que velan por la salud de los demás, lo mucho que piensan, en cambio, en satisfacer sus “necesidades” de fiesta. La falta de empatía de estos chavales es real. Pero ¿de verdad estamos los adultos en posición de dar lecciones?
El fin de semana pasado me encontré en un parque con un conocido. La persona en cuestión tiene unos 60 años. Cuando nos saludamos, él vino directo a darme dos besos, yo le puse el codo (el nuevo saludo covid). Ninguno de los dos llevábamos mascarilla, estábamos al aire libre. Cuando vio mi reacción, me espetó: “Dame dos besos, hombre”. Yo me dispuse a explicarle que no era lo mejor teniendo en cuenta que ninguno de los dos llevábamos mascarilla. Su respuesta fue clara: “No pasa nada, yo ya estoy vacunado”. A lo que yo no pude evitar contestar: “Vale, pero yo no”.
60 años y una falta de empatía tan grande como la de los adolescentes de Mallorca. Lo que me lleva a pensar que el egoísmo no se transforma en empatía con el paso de la adolescencia a la edad adulta. La falta de empatía, de haberla, simplemente se transforma, toma otras maneras, otros usos, pero sigue presente en nosotros.
Sí, sé que esto puede parecer un artículo sacado de una anécdota, pero no es un ejemplo asilado, me temo que no lo es. A raíz de la situación vivida, la comenté con varias personas de mi edad, aún sin vacunar, y todas habían vivido episodios similares en los que, personas que no se acercaban a menos de 2 metros de nadie hace unos meses, ahora abrazaban y besaban sin importar si la otra persona estaba o no vacunada. Incluso, algunas personas me han reconocido haberlo hecho ellas mismas.
Hace un mes, en uno de nuestros eventos online, Amaya de Miguel nos hablaba de lo poco empáticos que somos los adultos con los niños, y nos ponía un ejemplo. “Nuestro hijo está en un cumpleaños, jugando con sus amigos y, de repente, nosotros decidimos que ya es hora de irnos a casa. Vamos hasta donde está él, le cogemos del brazo, le ponemos el abrigo, y nos lo llevamos. O mejor dicho, le “arrancamos” de su fiesta de cumpleaños”. Esto, que todos hemos hecho alguna vez y que puede resultar normal, deja de parecérnoslo cuando nos imaginamos que alguien nos hace algo similar a nosotros. Veamos la situación: Estamos en una quedada con amigos, con una copa de vino en una mano, y un canapé en la otra. Uno de nuestros amigos está contando algo muy divertido, nos lo estamos pasando muy bien. De pronto llega otra persona, nos quita la copa de vino, el canapé, nos pone la chaqueta y nos dice: ¡A casa, que ya es muy tarde!.
La falta de empatía es algo que nuestros hijos viven desde que son pequeños. La viven de personas ajenas, pero también de sus personas de referencia. Parece lógico que estas personitas pequeñas cumplan 18 años y no sean capaces de empatizar mientras están pasándoselo bien en Mallorca. Parece lógico que estas personas cumplan 60 y se líen a dar besos sin conocer el estado de vacunación del que tienen enfrente.
La empatía no es innata, se aprende, y el ejemplo es la herramienta educativa por excelencia. ¿Hemos sido los adultos el ejemplo que los adolescentes de Mallorca necesitaban? Me temo que no.