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Frases prohibidas (en tono nervioso y desbordado): “¡Cálmate de una santa vez!”

Cuando las emociones de nuestros hijos se desbordan (incluso un ataque de risa a la hora de acostarse, pero más a menudo la ira, la tristeza o el miedo) solemos pedirles que se calmen, y cuanto antes mejor. Y nos vamos poniendo nerviosos. Reflexionamos con la historia de Natalia y con un pequeño viaje al cerebro por qué esta frase no nos ayuda.
Mensajes detrás de un mal comportamiento

Frases prohibidas (en tono nervioso y desbordado): “¡Cálmate de una santa vez!”

Cuando las emociones de nuestros hijos se desbordan (incluso un ataque de risa a la hora de acostarse, pero más a menudo la ira, la tristeza o el miedo) solemos pedirles que se calmen, y cuanto antes mejor. Como no nos suelen hacer caso con estas órdenes :), nos vamos poniendo más nerviosos, más impacientes, porque como nos decía Alberto Soler, psicólogo que estará con nosotros el 17 de diciembre en Madrid, “nuestra tolerancia a las conductas inadecuadas de los niños ha bajado de manera desorbitada: no tenemos margen para entretenernos, no podemos permitirnos una rabieta antes de salir de casa porque no llegamos al trabajo, no podemos permitirnos que caminen lento porque no cogemos el autobús. Y acabamos viendo como patológicas conductas que forman parte de la infancia. Nuestros hijos están sanísimos, es la sociedad la que está enferma”. Explicamos con la historia de Natalia y recurriendo a la neurociencia cómo podríamos buscar alternativas a esta frase. 

Natalia, de 5 años, está furiosa. Su hermana pequeña, Lola, le ha tirado una pieza de la construcción que estaba haciendo y ahora no la encuentra. En pocos minutos, abandona la búsqueda y se pone a llorar, llena de ira y desconsuelo. Sus padres intentan buscar con la hermana pequeña la pieza perdida y piden a Natalia que ayude, pero ella sigue llorando, cada vez con más rabia y haciendo más ruido. Los padres se están poniendo muy nerviosos y se acercan repetidas veces a Natalia, primero con más calma, pidiendo que deje de llorar y ayude y cada vez más frustrados porque su hija siga en ese estado, hasta que le gritan:

-¡Natalia, cálmate de una santa vez! ¡Ya está bien!

Pero Natalia no se calma. Y quizá en la neurociencia esté la respuesta.

Ya nos contaba Lucía mi pediatra, que conducirá un taller sobre emociones en diciembre , que el cerebro tiene dos partes: “la inferior (dominado por emociones e impulsos) y la superior (dominada por el razonamiento lógico)“. Dan Siegel y Tyna Payne Bryson, autores de Disciplina Sin Lágrimas y de El cerebro del niño, explican en el primero de estos libros por qué estas estrategias no funcionan, recurriendo a la neurociencia: “Cuando imponemos disciplina con amenazas -con mensajes intimidantes como el tono, la postura y las expresiones faciales- activamos los circuitos defensivos del cerebro inferior, reptiliano y reactivo del niño. Esto activa los circuitos neurales que le permiten sobrevivir a una amenaza del entorno: luchar, huir, quedarse quieto o desmayarse. Mientras ocurre esto, los circuitos racionales del autocontrol del cerebro superior están desconectados“.

Y entonces, ¿qué podemos hacer? Los autores continúan: “Puedes recurrir al más sofisticado cerebro superior de tu hijo y permitirle frenar al más reactivo cerebro inferior. Si le muestras respeto, lo tratas con empatía y permaneces abierto a discusiones cooperativas y reflexivas, no transmites “ninguna amenaza”, por lo que el cerebro reptiliano puede relajarse. Activas los circuitos superiores, incluida la corteza prefrontal, responsable de la toma tranquila de decisiones y del control de emociones e impulsos. Así es como pasamos de la reactividad a la receptividad. Y esto es lo que queremos enseñar a nuestros hijos”.

Los padres de Natalia, después de calmarse, deciden hablar con calma, empatía y sin prisas con su hija:

-Vaya, Natalia, qué faena, justo se pierde la pieza que necesitabas ahora. Debes de estar muy enfadada, ¿verdad?

La niña sigue llorando pero más calmada, es claro que ha encontrado cierto consuelo en las palabras y el tono de sus padres.

-¿Sabes qué? Que el salón no tiene agujeros, que sepamos, y la pieza no es muy pequeña. Seguro que si somos buenos exploradores la encontramos. ¿Quieres sacar tu lupa y nos ponemos en marcha cuando estés lista?

La niña sigue un rato llorando, pero los padres no intervienen, solo la acarician y respetan su tiempo para encontrar la calma. Al poco rato, Natalia se pone en pie y va a por su lupa. La familia comienza, con una sonrisa, la misión de encontrar la pieza.

Los padres de Natalia saben que tienen una conversación pendiente con su hija para pensar juntos cómo gestionar en el futuro otra escena parecida. Pero se sienten contentos de haber encontrado unas palabras que no fueran percibidas como una amenaza por el cerebro inferior de su hija.


 

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