Por el Día del Padre (¡felicidades, papás!) reflexionamos sobre una de las frases que seguro que todos hemos escuchado de la mano de nuestras madres (y que algunas incluso nos habremos sorprendido pronunciando, ¿verdad?). Y es que aunque con esta frase puede que dejemos claro que el padre y la madre somos un equipo, transferir la autoridad a los padres y convertirlos en amenaza no parece un buen plan.
Amparo está hasta el infinito y más allá de la impertinencia de Sergio, su hijo adolescente. Desde que tiene 15 años Sergio parece querer hacer añicos su pasado de niño dulce, relativamente dócil, siempre alegre, aplicado y con muy buenas notas en el colegio e instituto. Y contesta siempre airadamente a cualquier comentario de sus padres. Cuando Amparo llega un día de trabajar, se encuentra con Sergio escuchando música muy alta y jugando a la tablet, con todo el salón lleno de restos de comida, ropa tirada y la mochila abierta y los libros desparramados porque se han salido de la mochila. Entre todo el batiburrillo de cosas, se encuentra un sobre que parecen ser las calificaciones del trimestre. Amparo le dice “buenas tardes” a su hijo pero no lo reprende, ya está cansada de decir lo mismo (“Hijo, ¿pero no puedes recoger?”, “Qué desastre hay en el salón”, y cosas así). Con curiosidad, coge el sobre y ve las notas de su hijo. Ha suspendido dos asignaturas y la tutora les informa de que en clase su comportamiento es un desastre. Amparo estalla:
-Sergio, ¿qué es esto?
-Mis notas- contesta el adolescente, despreocupado, levantando un segundo la mirada de la pantalla.
-Pero dos suspensos y la tutora dice que tu comportamiento es inadmisible. ¿Qué ha pasado?
Sergio coge su tablet, apaga la música y contesta:
-Que el instituto es un rollazo, eso es lo que pasa. Y que me dejes en paz.
Y se dirige a su cuarto. Amparo lo intercepta a medio camino y le dice:
–Menudas alegrías nos das, hijo. Ya verás cuando se lo cuente a tu padre.
-¿Ah, sí? ¿Y qué veré? ¿Qué me va a hacer, eh?-dice el chico desafiante. Y con voz burlona prosigue- ¿Me va a castigar? ¿Me va a pegar? ¿Me va a echar de casa? ¿Y por qué no lo haces tú? ¿Qué pasa, no te atreves?
Amparo se aparta del camino y Sergio se mete en su cuarto. Amparo se siente furiosa y al mismo tiempo desarmada: se siente humillada por su hijo y al mismo tiempo siente que no puede decirle nada que le haga recapacitar sobre su actitud destructiva que, a buen seguro, no le está haciendo feliz. Y efectivamente entiende que usar a su marido como amenaza quizá no ha sido una gran idea. Así que decide dejar a su hijo en su habitación, calmarse y hablar con su marido no para que reprenda a su hijo sino sobre cómo se siente Sergio, qué le aporta querer destruirlo todo…
El padre de Sergio llega un poco más tarde, y Amparo le cuenta lo que ha ocurrido con las notas y la conversación con su hijo a raíz de la frase: “Ya verás cuando se lo cuente a tu padre”. A Pablo, que es como se llama el padre, no le gusta mucho sentirse una amenaza para su hijo. Y él recuerda que a su edad también era un chico rebelde con ganas de que saltara todo por los aires. Cuando empezó a sentirse así, su tía, que era maestra, le regaló El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry. Y él fue capaz de reconocer la belleza y la ternura dentro de él mismo, se dio cuenta de que no debía perder la imaginación ni cierta dosis de inocencia, que no había que destruirlo todo. Y en cierto modo este libro le calmó. Es verdad que al principio su rebeldía hizo que empezara a leerlo con cierto rechazo, pero en el fondo le enganchó y aún hoy lo recuerda como una lectura que marcó su vida. Así que al día siguiente, por la mañana, al salir de su cuarto, Sergio se encontró un paquete que parecía un libro y una nota dentro:
“Cuando se lo conté a tu padre, recordó que leyó este libro a tu edad y le marcó. Porque “Todas las personas mayores fueron al principio niños. (Aunque pocas de ellas lo recuerdan.)”. Hemos quedado la semana que viene con tu tutora y tenemos una conversación pendiente contigo. No vamos a darte por perdido. Te queremos,
Papá y mamá”.
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