Estaba embarazada de 9 meses. Era domingo y jugaba con mi hijo de 3 años y su padre en casa. Me encantaba pasar parte de la mañana del domingo en camisón tranquilamente y sin prisas. De repente, una mirada de complicidad con mi marido hace que él coja una pelota y se la ponga debajo de la camisa del pijama. “Carlitos ¿Qué tiene papá?” le digo con picardía a mi hijo. “¡Un bebé!” me contesta con risitas. Entonces me incorporo mostrándole mi abultado vientre y le digo: “y.. ¿Mamá?”. Estoy a punto de llevarme un chasco. Mi hijo, cambia la expresión de su preciosa carita y me suelta con una gran dosis de reproche: “¡Una pelota!”.
La verdad, es que podía imaginarme la respuesta. Se la brindé fácil con mi pregunta. Supe que no iba a ser sencillo. Una vez el bebé estuviera en casa, todos íbamos a tener que esforzarnos para encontrar el espacio físico y afectivo adecuado a cada una de nuestras necesidades.
Llegó el gran día. Éramos felices, muy felices. Las primeras semanas son muy intensas. Llenas de emociones de todo el espectro del arcoíris y, normalmente, escasas de horas de descanso. Mi hijo mayor tampoco lo estaba poniendo fácil. Había empezado a darse cuenta de que aquel “intruso” no era el “hermanito al que iba a querer un montón y con el que iba a jugar cuando él quisiera”. Pensé “¿Por qué los adultos no piensan antes las cosas que les decimos a los niños?”. La cara de mi hijo hablaba por sí sola cuando oía cosas tales como: “Anda ¡Qué suerte tienes!, un hermanito que quieres un montón, lo vas a cuidar y podrás jugar con él”. Supongo que por su linda cabecita debía pensar: “¿Suerte?, yo con papá y mamá me basto y sobro. No necesito a nadie más para competir en afectos y atenciones”.
Era domingo por la mañana, estaba en camisón pero no era un momento tranquilo ni agradable. Estaba desbordada, no había dormido, el bebé lloraba y Carlitos estaba celoso a rabiar, con lo que no colaboraba en absoluto. Había que hacer algo, y creo que actué por pura intuición y también desesperación. Dejé al bebé con su padre, cogí de la manita a Carlitos y me lo llevé al rellano de la escalera (habría sido un poco incómodo que un vecino nos hubiera visto a los dos en pijama sentados en el escalón, jajaja). Necesitaba estar a solas y en silencio con él.
Y, entonces empecé a hablarle con el corazón. Le dije que la llegada del bebé era algo maravilloso para la familia, igual que lo fue cuando el nació. Le dije que requería tiempo para que todos (mamá, papá y él) nos adaptáramos como familia a un nuevo miembro. Conocía sus gustos, necesidades y hábitos y los de papá. Sin embargo, todavía no conocíamos al peque. No me había acostumbrado todavía a sus horarios y demandas, y estaba aprendiendo a hacerlo. Y, por lo que podía comprobar no se me estaba dando muy bien. “Entiendo que sientas un poquito de rabia, preocupación por pensar que los papás ya no van a estar tanto por ti… eso que sientes se llama celos. Y está bien, no pasa nada. Yo me siento desbordada, esta noche no he podido dormir y estoy cansada de llevarlo en brazos toda la mañana”. Le dije que quería al bebé con toda mi alma y a él también. Comprendía perfectamente que él no sintiera afecto de momento por él. Le dije que era consciente de que todo el mundo le había dicho que lo tenía que querer y cuidar. Como si se pudiera querer a alguien por obligación. “No te sientas culpable si no es así, estás conociéndole y así aprendiendo a quererle poquito a poquito. Esto lleva su tiempo. Te puedo asegurar que lo querrás mucho, muchísimo…. Aunque todavía es pronto. Son mamá y papá quienes lo tienen que cuidar. Tú no eres responsable de él. Mamá puede pedirte que le ayudes un poquito pero nada más. ¿Confías en mí?… Pues ya verás como acabará siendo un gran compañero de juegos… Pero de momento hay que esperar.”
La expresión de mi hijo cambió, dejó de llorar. Sus ojitos me iban diciendo “¡Vaya! Por fin, alguien me entiende”. Nos abrazamos un buen rato y cuando estuvimos más calmados volvimos a entrar en casa. No digo que a partir de ese día todo fuera coser y cantar pero sí puedo decir que al validar la emoción de mi hijo, al legitimar su experiencia subjetiva conectando con él, pude con mayor facilidad reconducir su comportamiento y su actitud con respecto a su hermano. Abrir un espacio seguro para poder hablar de emociones sin sentirnos juzgados ayuda a que la familia progrese.
Imagen: Sibling Rivalry. Fuente: Brad/Flickr.