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El impacto de las etiquetas en la educación de nuestros hijos

Hoy Pablo se ha levantado nervioso, ni siquiera ha podido desayunar, y a duras penas ha llegado al colegio. Para él es un día importante, porque se enfrenta a una de las pruebas decisivas que puntúan en la nota final de educación física. Llega la hora y Pablo se queda en una esquina del patio del colegio observando como todos y cada uno de sus compañeros realizan la actividad: salto de vallas. “Pablo, ¿dónde estás? ¡Es tu turno!”. Pablo no responde, está agazapado en la columna y le cuesta respirar.

Aunque la clase termina y Pablo ni siquiera intenta hacer un amago de salto, esta vez es distinto. Al finalizar la clase, su profesor se acerca a hablar con él y mantienen una conversación de preguntas y respuestas que no llegan a ningún sitio, hasta que finalmente el profesor le dice: “Pablo, yo veo que tienes aptitudes para saltar las vallas y sacar buena nota. Te veo en el patio jugando con tus amigos y trepando los árboles. Sé que puedes hacerlo. ¿Qué sabes tú acerca de ti?”. Y Pablo contesta tímidamente: “Sé que soy muy torpe”. “¿Y eso cómo lo sabes?”, le contesta el profesor. “Es lo que dice mi madre, y ella nunca se equivoca”.

La anécdota de Pablo no es un caso aislado, es el día a día de muchos niños y niñas. Es más, es el día a día de muchos de nosotros como adultos. ¿Cuántas etiquetas cargamos en la mochila? ¿De dónde vienen? ¿Quién nos las ha puesto? ¿Nos potencian o nos limitan? ¿Estamos de acuerdo con ellas? En definitiva, ¿podemos afirmar que somos nuestras etiquetas?

¿A qué llamamos “etiquetas”?

Las etiquetas son juicios globales que emitimos hacia nosotros mismos o hacia los demás. Al ser juicios, y no hechos, son consideradas opiniones basadas, generalmente, en conductas particulares. Si lo llevamos al terreno de la educación de nuestros hijos, podemos decir que las etiquetas son calificaciones que hacemos de los niños desde que nacen y que tienen un gran impacto sobre su personalidad. Por lo tanto, etiquetar no es dar una opinión aislada, sino que estaremos etiquetando cuando, de manera recurrente, emitimos una opinión sobre nuestro hijo que finalmente le limite y le acabe marcando su personalidad y su manera de comportarse.

A diferencia de lo que muchas personas pueden pensar, las etiquetas no nos definen de manera absoluta, puesto que no siempre y en todas las circunstancias somos “torpes, vagos, desordenados, tímidos, responsables”, etc. Es más, cuando utilizamos etiquetas en nuestra comunicación, estamos apuntando directamente al SER de esa persona, a nuestro SER, al SER de nuestro hijo. Esto puede derivar en encasillamientos, y en función de la etiqueta, incluso provocar limitaciones en determinadas conductas y actitudes ante la vida, (“¿Sólo soy torpe?”; “¿Mi hijo solo es torpe?”).

Pablo ha crecido escuchando a su madre decir: “¡Pablo, qué torpe eres!”, “No subas ahí Pablo, que eres muy torpe”, “Normal que te hayas caído Pablo, ¿no ves que eres muy torpe?”. Nunca sabremos si Pablo ha nacido torpe, o se ha hecho torpe por el camino, “la profecía autocumplida”. El caso es que Pablo no se ha atrevido a saltar la valla porque sabe 100% que es torpe y no lo va a hacer bien. Uf, da qué pensar ¿verdad?

A priori, saltar una valla en una prueba de educación física en el patio de un colegio, no parece una conducta muy determinante para el desarrollo de Pablo. Pero lo más probable, es que como Pablo cree que es torpe, esto le limite en futuras acciones mucho más determinantes e importantes para él a lo largo de su vida.

El poder de las etiquetas

El impacto de las etiquetas que utilizamos con nuestros hijos es muy poderoso. Tanto que uno de los papeles fundamentales que tienen las etiquetas es ayudar a los niños a generar su propia personalidad e identidad, lo que repercutirá en su autoestima. Desde que nuestros hijos son pequeños, e incluso entrada la adolescencia, construyen día a día y de manera inconsciente la imagen que tienen de ellos mismos. Y esto lo hacen a través de lo que los demás vemos en ellos. Aquí radica el papel tan decisivo que jugamos los padres y los educadores en esta autoimagen.

En algún artículo ya hemos hablado de la importancia que tiene el sentimiento de importancia y pertenencia a un grupo. Con sus actos, los niños buscan aprobación por parte de los adultos, y esta aprobación la suelen conseguir comportándose como les decimos que son. Lo explicaré con un ejemplo.

Pensemos en un niño que hace muchas “trastadas” constantemente, y que sus padres, educadores y amigos le han puesto la etiqueta de “malo”. Cuando la gente se relaciona con él desde esta etiqueta, el niño se sigue comportando de tal manera que refuerza la imagen que los demás tienen de él, es un “niño malo”. En el fondo, lo que el niño busca con sus actos es obtener amor y cariño por parte de los otros, y piensa sin ser consciente de ello: “Solo si me comporto como los demás me dicen que soy, tendré su aprobación y me sentiré querido”.

Mi pretensión al escribir estas líneas es generar consciencia de este mensaje. “Somos más que nuestras etiquetas”. Y nosotros, como padres, tenemos y debemos acompañar a nuestros hijos a que descubran quiénes son realmente. Sir Ken Robinson, en su libro “El quinto elemento”, nos habla entre otras cosas del poder que tiene el que seamos capaces de ver a nuestros hijos con una mirada amplia, generosa. Una mirada que les potencie, y no les encierre y les limite. Una mirada que les ayude a auto descubrirse y que brillen hasta su máximo esplendor.

Entonces, ¿cómo puedo evitar las etiquetas?

Ya hemos comentado que las etiquetas van directas al ser y esto puede ser limitante para nuestros hijos. Una manera de ayudarles a encontrar quiénes son y qué se les da bien hacer, es cambiar el verbo ser por el verbo HACER y/o ESTAR. ¿Vemos cómo?

  • Primero debemos tomar consciencia del lenguaje que empleamos. Para ello, presta atención a lo que dices y cómo lo dices, y si crees que vas a etiquetar, valora el impacto emocional que tendrá para tu hijo.
  • Las etiquetas, como juicios que son, muchas veces hablan de nosotros mismos. Te animo a que te preguntes cuánto habla de ti esa etiqueta que le pones a tu hijo. Si, por ejemplo, tú eres una persona muy activa que te gusta hacer muchas cosas, y a tu hijo le gusta ir a un ritmo más relajado, es probable que le etiquetes como “vago” o “lento”. Sin embargo, si tú fueras como él, tu interpretación cambiaría.
  • Cuando queramos resaltar la conducta de nuestro hijo, describamos lo que está haciendo (el comportamiento), sin juzgar a su ser. De este modo, no los hará suyos y no los incorporará de manera permanente a esa mochila de la que hablábamos al principio. Veámoslo con un ejemplo. Nuestro hijo pega a otro por un conflicto en el parque. En lugar de decir: “Pero qué malo eres, siempre pegando. Así no te va a querer nadie”. Podemos intentar: “Cariño, cuando pegas a tu amigo, él llora y por lo que veo no quiere jugar más contigo”.
  • Haz alusión a una conducta concreta. Huye de las generalizaciones. En lugar de “pero qué malo eres, siempre pegando. Así no te va a querer nadie”, una opción sería: “He visto que acabas de pegar a tu amigo. Sé que sabes jugar con él sin hacerle daño porque hace un ratito lo estabas haciendo. Yo confío en ti”.
  • Transforma la etiqueta que le limita en una que le potencie. Es importante no focalizarnos únicamente en esa etiqueta que le limita, y sí pensar en todas las cualidades que tiene nuestro hijo. Recuerda que no es solo una cosa. “Es vago” por “es tranquilo”.
  • Sé constante en tus mensajes. Tu hijo no va a cambiar su conducta de la noche a la mañana. Pero él necesita que tú estés a su lado y le veas con otra mirada.

Te propongo hacer un ejercicio que te ayude a entender lo que hemos hablado desde tu propia experiencia. Te invito a que pienses y anotes:

  • Dos etiquetas que tuvieras en el colegio
  • Dos etiquetas que tengas en tu familia
  • Dos etiquetas que tengas en el trabajo
  • Dos etiquetas que tengas como madre/padre

Y que reflexiones sobre las preguntas que nos hacíamos al comenzar: ¿De dónde vienen estas etiquetas? ¿Quién te las ha puesto, tú, otras personas? ¿Te potencian o te limitan? ¿Estás de acuerdo con ellas? Ahora, elige una con la que no estés de acuerdo, pero que creas que te comportas como si fueras tú. ¿Para qué te sirve tener esa etiqueta? ¿Te gustaría liberarte de ella? ¿Cómo lo vas a hacer? ¿La puedes sustituir por otra que te potencie en lugar de limitarte? ¿Cómo te vas a sentir cuándo vivas y te comportes desde esa otra etiqueta?

Si te has dado cuenta de que cargas con etiquetas que te hacen pesado el camino, déjame que te diga que siempre estás a tiempo de revisar qué etiquetas tienes, y sustituirlas por otras que te impulsen y te ayuden a sentirte querido y aceptado.

Y ahora, ¿te gustaría hacer el ejercicio con tu hijo?

  • Toma consciencia de las etiquetas que le pones a tu hijo.
  • ¿Cómo te afectan estas etiquetas en relación a tu hijo?
  • Y a tu hijo, ¿le potencian o le limitan?
  • ¿Qué sentimientos y comportamientos te genera pensar que tu hijo es “la etiqueta que hayas elegido”?
  • ¿Qué otra etiqueta puedes ponerle que le potencie? ¿Qué te genera?

Para terminar. Todos y cada uno de nosotros somos infinidad de posibilidades. Y tomando como analogía a un escultor cuando da forma a su masa de arcilla, qué bonito sería pensar que nosotros como padres, somos esos escultores que, con una mirada generosa y compasiva sobre nuestros hijos, podemos esculpir la mejor versión de ellos mismos. Te animo a que tomes consciencia del lenguaje que utilizas con tus hijos, porque ello contribuirá a que tengan una sana autoestima.

 

 

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