María Soto Álvarez de Sotomayor comparte con nosotros un relato que demuestra que cuando niños y mayores nos perdemos o cuando afrontamos momentos de cambio, el cariño y la conexión son casi siempre los únicos puentes hacia la calma.
” Era una mañana de esas que no sabes si playa o terracita a la sombra, de esas que la gente sonríe sin motivo y te sirves lo que haya frío en la nevera.
En el Norte no hay muchas mañanas de esas.
Eugenio esperaba a sus hijos en pijama, bajo la sombra de su morera.
Puede que fuera Jueves y no vinieran hasta las 5, o quizás era Domingo. En ese caso estaban tardando.
Justo cuando Juan apareció por la puerta de la cocina Eugenio se dio cuenta de que llevaba una tostada en la mano. ¿Habría desayunado? ¿Quién era ese que entraba en su casa?
-¡Socorro! ¡Socorro! ¡Auxilioooo!
-Papá tranquilo! Papá soy Juan!!
-¡Ayúdenme! ¡Socorro!
-Papá por Dios, ¡Mírame, soy yo!
-¡Soco…….Idiota! has picado otra vez!! jajajjajajajaja
Juan se recompuso, se preparó para para explicarle a su padre una vez más los peligros de fingir una pérdida de memoria, le miró a los ojos y…no pudo evitar reirse al observar esa cara de niño travieso llena de arrugas. Esa mirada llena de fuerza y de vida que había visto casi todos los amaneceres del mundo. Su padre era un joven anciano atrapado en una piel vieja, pero totalmente innundado de ganas de vivir y disfrutar de cada momento.
“Estás gordo hijo, así no podrás correr si vienen los malos!! jajjajaja”
“No estoy gordo Papá, es el estrés”
“¿Estrés? Estrés dice….Si yo te contara lo que es el estrés…”
“Llegamos tarde, Papá, vístete por favor”
Eugenio era un hombre fuerte y alegre. Eugenio no recordaba cosas a veces, y a veces tenía mucho miedo.
“¿Tarde adónde, Juan?”
“Papá no empieces que ya no es gracioso….bueno, espera….no lo recuerdas, verdad?”
Juan había notado ese temblor, esa leve e imperceptible vibración en sus palabras que le hablaba del miedo, del vacío en el que a veces tenía que luchar su padre por encontrar el camino de vuelta.
“Hoy comemos con Sara, tu hija, y sus niños , Santi y Eugenia”
“Sé quién es mi hija zoquete!”
Eugenio se dió la vuelta y entró en casa todo lo rápido que sus zapatillas sin suela le permitieron.
No era divertido olvidar. No encontraba ese lado positivo que sabía sacarle a todo, no veía por ninguna parte ese punto gamberro que le ayudaba a traducir la vida en canciones populares o chistes poco refinados.
Eugenio a veces se perdía y cada vez le costaba más encontrarse.
Ya en la terraza, con Juan, Sara y los niños, Eugenio pasaba un rato agradable jugando al veo veo con su nieta, cuando ocurrió.
“Ya vienen” dijo.
Se levantó súbitamente y comenzó a andar hacia un terraplén lleno de arbustos que rodeaba la cafetería.
“¿Quién viene?” Juan se levantó y le siguió de cerca
“Ya vienen, ya vienen ¡a cubierto!”
Su cara reflejaba un pavor digno de quien ha vivido los horrores de una guerra, de quien se ha escondido en alcantarillas mientras intenta dormir al son de una sirena. la cara de alguien que estaba viajando en el tiempo a su peor pesadilla.
“Papá, por favor, vuelve a la mesa, no viene nadie. Estamos comiendo con Sara y los niños”
“Suéltame!! ¡Más vale que corras o te atraparán!”
Eugenio llegó a los arbustos e intentó agazaparse detrás.
Sus hijos lo agarraron por las muñecas e intentaron llevarlo hacia la mesa. Él se resistía. Se mantenía quieto, haciendo fuerza. Su cara, su color, el ritmo de su respiración, todo en él estremecía. La gente de las mesas cercanas comenzaba a darse cuenta de la escena y sus hijos empezaban a impacientarse.
“Papá por Dios, reacciona!!”
“¡No quiero! ¡Dejadme!¡No quiero!”
Eugenio rompió a llorar. Eugenio ahora mismo tenía 7 años y estaba escondido con su madre y sus hermanos en las alcantarillas de la calle Fuencarral escuchando cómo decenas de bombas caían sobre la ciudad. Paralizado. Perdido.
Eugenio no sabía volver.
Cuando Sara y Juan estaban a punto de llamar a la ambulancia, su nieta Eugenia se acercó a él y le abrazó. Le estrechó fuerte con sus bracitos regordetes y le llenó la cara de besos.
“Abuelo te quiero, abuelo te quiero. ” Le limpiaba las lágimas con su vestido y le apretaba contra su cara “Abuelo te quiero.”
Se sentó a su lado e hizo como que se escondía, ofreciéndole un sitio detrás de un arbusto más frondoso. Él aceptó y se acurrucó junto a ella.
“Abuelo había una vez un barquito azul que navegaba por el mar de la India buscando peces de colores, un día….”
En ese momento él la miró a los ojos, le agarró la cara con las dos manos y dijo muy tranquilo:
“…un día tropezó con una ballena amarilla que sabía cantar alrevés…”
Lo habían conseguido.
Habían vuelto juntos venciendo al olvido con el cuento que cada noche le contaba a sus hijos y a sus nietos para dormirse y ahora le contaba a él su nieta pequeña.
“Papá ¿estás bien?¡Menudo susto nos has dado! “
“¿Susto? Susto dice…si yo te contara lo que es un susto…quita zoquete, que estamos jugando!…¿por dónde íbamos, princesa?”
Las enfermedades que afectan a la memoria son devastadoras. Todo aquel que haya padecido este tipo de afecciones como cuidador o familiar sabrá que es muy doloroso pasar por momentos de angustia como este, y también sabrán que el cariño y la conexión son casi siempre los únicos puentes hacia la calma.
Intentemos tener eso presente a la hora de tratar con niños, ancianos o cualquier persona que necesite de nuestra comprensión y paciencia para afrontar momentos de transición o, en el caso de los niños, crecimiento. Un “¡No quiero!” la mayoría de las veces dice muchas más cosas que la simple oposición. La única manera de acceder a todo ese “mensaje cifrado” es a través de la paciencia, el cariño. el respeto y la conexión.
Trabajemos la empatía e intentemos conectar siempre antes de corregir, intentar solucionar o avanzar.