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Palabras que inspiran: “Las pequeñas virtudes”

En esta ocasión, publicamos un extracto del texto de la ensayista italiana  Natalia Ginzbug que invita a la reflexión sobre los valores que queremos transmitir y que realmete transmitimos a nuestros hijos y sobre cómo transmitirles el amor a la vida, que es, dice Natalia, lo que nunca debe faltar en la educación de nuestros hijos. 

SOBRE LOS VALORES QUE TRANSMITIMOS

“Por lo que respecta a la educación de los hijos, creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo de éxito, sino el deseo de ser y de saber.

Sin embargo, casi siempre hacemos lo contrario. Nos apresuramos a enseñarles el respeto a las pequeñas virtudes, fundando en ellas todo nuestro sistema educativo. De esta manera elegimos el camino más cómodo, porque las pequeñas virtudes no encierran ningún peligro material, es más, nos protegen de los golpes de la suerte. Olvidamos enseñar las grandes virtudes y, sin embargo, las amamos, y quisiéramos que nuestros hijos las tuviesen, pero abrigamos la esperanza de que broten espontáneamente en su ánimo, un día futuro, pues las consideramos de naturaleza instintiva, mientras que las otras, las pequeñas, nos parecen el fruto de una reflexión, de un cálculo, y por eso pensamos que es absolutamente necesario enseñarlas.

La educación no es más que una cierta relación que establecemos entre nosotros y nuestros hijos, un cierto clima en el que florecen los sentimientos, los instintos, los pensamientos. Ahora bien, yo creo que un clima inspirado por completo en el respeto a las pequeñas virtudes hace madurar insensiblemente para el cinismo, para el miedo a vivir. Pero las grandes virtudes no se respiran en el aire, y deben constituir la primera sustancia de la relación con nuestros hijos, el principal fundamento de la educación. Además, lo grande puede contener también lo pequeño, pero lo pequeño, por ley de la naturaleza, no puede de ninguna manera contener lo grande”.

SOBRE LA COMUNICACIÓN Y LOS PREMIOS Y CASTIGOS

“Hoy que el diálogo entre padres e hijos se ha hecho posible–posible aunque todavía difícil, todavía cargado de prevenciones recíprocas, de recíprocas timideces e inhibiciones–es preciso que nos revelemos en este diálogo tal cual somos: imperfectos, confiados en que ellos, nuestros hijos, no se nos parezcan, que sean más fuertes y mejores que nosotros.

En general, creo que hay que ser muy cautos al prometer y suministrar premios y castigos. Porque la vida rara vez tendrá premios y castigos. Con frecuencia, los sacrificios no tienen ningún premio, y a menudo, las malas acciones no son castigadas, al contrario, a veces son espléndidamente recompensadas con éxito y dinero. Por eso es mejor que nuestros hijos sepan desde la infancia que el bien no recibe recompensa y el mal no recibe castigo, y que, sin embargo, es preciso amar el bien y odiar el mal, y no es posible dar una explicación lógica de esto”.

SOBRE EL RENDIMIENTO ESCOLAR

imagen padre hijo sin cita
Padre e Hijo. Fuente: Tonymadrid Photography / Flickr

“Acostumbramos a dar al rendimiento escolar de nuestros hijos una importancia del todo infundada. Y esto no es sino respeto por la pequeña virtud del éxito. En realidad, para un niño, la escuela debería ser desde el principio la primera batalla que debe enfrentar solo, sin nosotros; desde el principio debería quedar claro que es un campo de batalla suyo, donde nosotros no podemos prestarle más que una ayuda ocasional e irrisoria. Y si en él sufre injusticias o es incomprendido, es necesario hacerle entender que no tiene nada de raro, porque en la vida tenemos que esperar  ser continuamente incomprendidos e ignorados, y ser víctimas de injusticias, y lo único que importa es no cometer injusticias nosotros mismos.

 

Si quieren emplear lo mejor de su ingenio no en la escuela, sino en otra cosa que los apasione, coleccionar coleópteros o estudiar la lengua turca, es cosa suya, y no tenemos ningún derecho a reprochárselo, a mostrarnos ofendidos en nuestro orgullo, frustrados. Si por el momento no muestran inclinación a emplear lo mejor de su ingenio en nada, y se pasan los días sentados a su mesa masticando un lápiz, ni siquiera en ese caso tenemos derecho a regañarlos demasiado; quién sabe, a lo mejor lo que a nosotros nos parece ocio es en realidad fantasía y reflexión que, el día de mañana, dará sus frutos. Si parece que derrochan lo mejor de sus energías y de su ingenio, tumbados en un sofá leyendo novelas estúpidas, o enloquecidos en un prado jugando a fútbol, ni siquiera entonces podemos saber si verdaderamente se trata de derroche de energía y de ingenio, o si también esto, el día de mañana, en alguna forma que ignoramos, dará sus frutos. Porque las posibilidades del espíritu son infinitas. Pero nosotros, los padres, no debemos dejarnos vencer por el pánico al fracaso. Nosotros estamos para consolar a nuestros hijos, si un fracaso los entristece. Estamos para bajarles los humos, si un éxito los ha envanecido. Estamos para reducir la escuela a sus humildes y estrechos límites; nada que pueda hipotecar el futuro, una simple oferta de instrumentos, entre los cuales es posible elegir uno del que quizá, el día de mañana, se valgan.

SOBRE LA VOCACIÓN Y EL PAPEL DE LOS PADRES Y MADRES EN LA BÚSQUEDA DE  LA VOCACIÓN DE LOS HIJOS

“Lo que debemos realmente apreciar en la educación es que a nuestros hijos no les falte nunca el amor a la vida. Puede adoptar diversas formas, y a veces, al niño desganado, solitario y huraño no le falta el amor a la vida, ni está oprimido por el miedo a vivir, sino que se encuentra, simplemente, en situación de espera, entregado a prepararse a sí mismo para la propia vocación. ¿Y qué es la vocación de un ser humano, sino la más alta expresión de su amor a la vida? Nosotros debemos esperar, a su lado, a que su vocación despierte y tome cuerpo. No debemos pretender nada; no debemos pedir o esperar que sea un genio, un artista, un héroe o un santo; y sin embargo, debemos estar dispuestos a todo. Nuestra espera y nuestra paciencia deben contener la posibilidad del más alto y el más modesto destino. La única verdadera salud y riqueza del hombre es una vocación.

Nosotros debemos ser importantes para nuestros hijos, pero no demasiado. Debemos gustarles un poco, pero no demasiado, para que no se les ocurra llegar a ser idénticos a nosotros, copiar el trabajo que hacemos, buscar nuestra imagen en los compañeros que eligen para toda la vida. Debemos tener con ellos una relación de amistad, pero no debemos ser demasiado amigos de ellos, para que no les resulte difícil tener verdaderos amigos, para que no les resulte difícil tener verdaderos amigos, a quienes puedan contar cosas de las que con nosotros no hablan. Es preciso que su búsqueda de la amistad, su vida amorosa, su vida religiosa, su búsqueda de una vocación estén rodeadas de silencio y de sombra, que se desarrollen al margen de nosotros.

 Debemos ser para ellos un simple punto de partida, ofrecerles el trampolín desde el cual darán el salto. Y debemos estar allí para ayudarlos, si es que necesitan ayuda; nuestros hijos deben saber que no nos pertenecen, pero que nosotros sí les pertenecemos, siempre disponibles, presentes en el cuarto de al lado, dispuestos a responder como sepamos a toda posible pregunta, a toda petición.

Y si nosotros mismos tenemos una vocación, si no la hemos traicionado, si a través de los años hemos seguido amándola, sirviéndola con pasión, en el amor que profesamos a nuestros hijos podemos mantener alejado de nuestro corazón el sentido de la propiedad. Si, por el contrario, carecemos de una vocación, o si la hemos abandonado y traicionado, por cinismo o por miedo a vivir, o por un mal entendido amor paterno, o por cualquier pequeña virtud que se ha instalado en nosotros, entonces nos agarramos a nuestros hijos como el náufrago al tronco de un árbol, pretendemos enérgicamente de ellos que nos devuelvan cuanto les hemos dado, que sean absolutamente y sin salida posible tal como los queremos, que obtengan de la vida todo aquello que a nosotros nos ha faltado. Terminamos por pedirles todo aquello que sólo puede darnos nuestra propia vocación, queremos que sean en todo obra nuestra, como si, por haberlos procreado una vez, pudiéramos seguir procreándolos a lo largo de toda la vida. Pero si nosotros mismos tenemos una vocación, si no hemos renegado de ella ni la hemos traicionado, entonces podemos dejarlos germinar tranquilamente fuera de nosotros, rodeados de la sombra y el espacio que requiere el brote de una vocación, el brote de un ser. Esta es, quizá, la única posibilidad que tenemos de resultarles de alguna ayuda en la búsqueda de una vocación, tener nosotros mismos una vocación, conocerla, amarla y servirla con pasión, porque el amor a la vida genera amor a la vida”.

Natalia Ginzburg, 1960. El texto completo lo puedes leer aquí:

Transcripción “Las pequeñas Virtudes”

Imagen de portada: Mi hijo burbujeando. Fuente: Esfema/Flickr.

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