Hablamos con Pepa Horno, especialista en infancia y autora de Educando la alegría , en el que presenta a familias y educadores una propuesta para cultivar con consciencia la alegría para “alimentar la parte luminosa del alma de los niños, niñas y adolescentes”. La alegría, dice Pepa, es la base del movimiento y la resiliencia e incluso es protagonista de la autoprotección, porque “la base de la protección es enseñar a los niños, niñas y adolescentes a conectar con sus sensaciones corporales y sus emociones, identificarlas y cuando sientan miedo, pedir ayuda, pero para eso necesitan ver el mundo desde la confianza y la apertura emocional, no desde una postura defensiva”. Hablamos con Pepa Horno de claves para cultivar la alegría en familia y de la importancia de enseñarles a escuchar sus tripas.
¿Por qué crees que es necesario que eduquemos en la alegría? ¿Crees que la alegría se está dejando de lado?
Educar la alegría es necesario para promover los motores de desarrollo y resiliencia en los niños, niñas y adolescentes. La alegría es motor de movimiento físico y exploración, de la salud del niño, de su posibilidad de abrirse al encuentro y la intimidad. Es el motor que le permite construir una fortaleza emocional y promover sus habilidades de resiliencia. Por eso la alegría no puede ser contemplada como algo que surge sin más, sino como una opción educativa que se asume con consciencia por parte de las familias y educadores para hacer a los niños, niñas y adolescentes más fuertes ante el dolor y el sufrimiento, y más capaces de lograr un desarrollo pleno. La clave no es sólo la alegría, sino comprender que como todas las emociones, la alegría se puede educar.
Hablas de que, por experiencia, observas que ahora se educa con miedo. ¿Tiene esto que ver con la tendencia a la sobreprotección? ¿Crees que esta es una tendencia creciente de las nuevas generaciones de educadores y padres?
El miedo es otra de las emociones básicas, y como tal, también se puede educar, en sentido negativo o positivo. Mi preocupación es que se está fortaleciendo el miedo en los niños, niñas y adolescentes no sólo en las familias, sino en la sociedad. Los medios de comunicación hablan sólo del lado negro del mundo, que es tan grande que abruma, no sólo a ellos sino a nosotros, los adultos, y esa sensación nos paraliza. En todos los contextos educativos (familias, escuelas, centros, espacios de ocio o deportivos) en muchas ocasiones se fomenta el miedo: tienes que protegerte, tienes que ser fuerte, el mundo es muy duro, tienes que competir… como si el mundo fuera algo de lo que hay que protegerse y para lo que hay que “prepararse”. Y ése es uno de los errores más importantes porque la base de la protección no está en ser fuerte sino en saber pedir ayuda. Un niño o niña que no pueda pedir ayuda no podrá protegerse, por lo que la base de la protección es enseñar a los niños, niñas y adolescentes a conectar con sus sensaciones corporales y sus emociones, identificarlas y cuando sientan miedo, pedir ayuda, pero para eso necesitan ver el mundo desde la confianza y la apertura emocional, no desde una postura defensiva. Y además por supuesto, la sobreprotección es un modelo educativo que daña al niño, niña y adolescente porque bloquea el desarrollo de su autonomía y sus capacidades. Esos mensajes constantes de “ten cuidado”, “quédate conmigo, a mi lado” o “no salgas, no saltes, no hagas… no vaya a ser que te hagas daño”, todos esos mensajes inculcan miedo y bloquean el desarrollo de los niños, niñas y adolescentes. La inversión emocional de la mayoría de las familias y educadores en la crianza de los niños, niñas y adolescentes es muy alta, por eso la posibilidad del daño aterra y bloquea y se pierde el equilibrio entre autonomía y protección. De ahí surge la sobreprotección. Pero la educación del miedo va más allá de un modelo educativo familiar.
En un contexto tan incierto como en el que van a vivir nuestros hijos (que nos da miedo, porque es muy desconocido y cambiante), se dice que la resiliencia va a ser una habilidad fundamental. ¿Cómo cultivarla y qué relación tiene con la alegría?
Creo sinceramente que el mejor recurso que podemos ofrecer a los niños, niñas y adolescentes de cara al mundo que van a vivir es su capacidad de adaptación. Van a vivir en un mundo cambiante, en movimiento, donde trabajarán y convivirán con personas de distintas culturas y en distintos lugares y medios. Lograr niños, niñas y adolescentes fuertes emocionalmente implica que puedan comer de forma diversa, dormir en donde sea, convivir con gentes diversas, viajar, moverse.. .y que todo eso no sólo no sea un problema o un agobio sino una riqueza y una aventura para ellos. Hay veces que ves a niños que sólo duermen si están a oscuras o en silencio, que necesitan su vaso o su plato para comer o familias en las que ir a dormir a casa de un amiguito es un problema, algo que da miedo. La resiliencia es la capacidad de sobrevivir al dolor y rehacerse, reconstruirse y fortalecerse después. Una de las herramientas básicas para lograr ese proceso es ser capaces de adaptarnos a los cambios porque el dolor cambia, transforma a la persona. El sufrimiento transforma y tenemos dos opciones para afrontarlo: quedarnos anclados en la ausencia, la carencia o lo que se fue y ya no volverá, o afrontarlo como una oportunidad de crecimiento. Pero para lograr esto segundo tenemos que poder llorar ese dolor, gritar la rabia que nos produce y sentir que los demás reconocen también esas emociones y nos acompañan en ellas. Por eso educar la alegría implica también poder llorar ante el dolor, no evitar el dolor sino llorarlo. Sólo así se sana. Y la alegría y el sentido del humor es una de las herramientas claves para todo ese proceso, para aportar luz, movimiento, y no quedarse anclado en el dolor.
¿Qué diferencia hay entre tu apuesta por educar la alegría y ese mandato social de la felicidad del que hablas en tu libro?
La alegría es una emoción, y como tal es temporal, limitada y es motor de movimiento. No llega para quedarse, sino para producir movimiento y transformación, como todas las emociones, que cuando están bien reguladas guían el procesamiento cognitivo, el aprendizaje y el desarrollo. Cuando no lo están, lo bloquean. La felicidad, si existe, es una meta, una meta para el camino. Y efectivamente la sociedad la está instrumentalizando para convertirla en un mandato, y en un criterio de éxito o fracaso en la vida. Si eres feliz, si tus hijos son felices, si tu pareja es feliz, entonces es que lo has hecho bien. Si hay problemas, dolor o miedo..entonces has fracasado. Es un mandato social.
Sin embargo la alegría es una emoción puntual, es real, se puede sentir, vivir momentáneamente. Y se puede convertir en una especie de “reserva de luz” para poder ser fuerte ante el dolor. Un niño asustado o triste no puede afrontar el dolor. El dolor le vence. El niño, niña o adolescente, igual que los adultos, que puede afrontar el dolor es aquel que puede también disfrutar de la parte luminosa de la vida y que almacena dentro de sí un sinfín de momentos alegres vividos que le dan fuerzas para afrontar el dolor. La crianza de un niño o niña se construye de un montón de pequeños detalles, de momentos de alegría que las familias y educadores proporcionan de forma inconsciente, o como planteo en el libro, de forma consciente y voluntaria a los niños. No hablamos sólo de las fiestas de cumpleaños, o de las excursiones, de las cosas especiales. Hablamos de la cotidianidad, tejida de elementos de luz que todos de niños incorporamos como si fueran obvios, como si siempre fueran a estar ahí y que forman un “aire” que respiramos: la comida cocinada con amor, las tardes de juego en el parque, las risas compartidas en el hogar o en la escuela. En una escuela hay dos cosas que nunca deberían faltar en el aire si queremos que los niños, niñas y adolescentes aprendan bien: risas y ruido. Los niños han de moverse, y necesitan reír cada día para poder sostener el dolor que sí o sí les llegará en la vida.
Es muy interesante tu análisis de la intemperie. ¿Cómo podemos llevar esa intemperie con alegría?
Es una imagen que viene de la psicología existencial. Hablamos de que la vida está hecha de intemperie y responsabilidad. La intemperie son los ingredientes que nos dan para cocinar a través de nuestra carga genética, las experiencias de vida que nos brindaron nuestras familias en los primeros años sobre todo y lo que nos va sucediendo después. Nosotros no lo decidimos. No decidimos la familia en la que naces, la enfermedad, la muerte, el hecho de que nos quieran (podemos querer, pero que nos quieran siempre es opción del otro, no nuestra). Los ingredientes para cocinar nos los dan, y eso produce una sensación de estar a la intemperie que es real. No controlamos la vida, por mucho que nos empeñemos en creer que sí. Nuestro margen es la responsabilidad. Se trata de cocinar. Con esos ingredientes que nos han dado, decidir qué plato vamos a cocinar. Porque con los mismos ingredientes hay personas que cocinan platos deliciosos y otras que cocinan platos escasos o limitados o directamente destructivos. Y son los mismos ingredientes. Nuestro margen de libertad no es lo que nos sucede sino cómo afrontamos aquello que nos sucede. Pero de nuevo hay un hilo porque esa responsabilidad, ese estilo de afrontamiento viene muy determinado por los estilos de crianza en los que crecimos, nuestros modelos vinculares, etc. Y del mismo modo hay intemperies suaves e intemperies mucho más crueles, y ahí están las preguntas sin respuesta de la vida y hay que poder vivir con ellas: por qué a unos tanto y a otros tan poco. Esa intemperie genera miedo, y muchas personas prefieren negarla y vivir siguiendo determinadas respuestas como si fueran ciertas, seguras, sólidas porque es su forma de afrontar la intemperie. Todos tenemos nuestra forma de hacerlo. Lo que planteo en el libro es que para poder afrontar la intemperie también nos dan motores emocionales. No todo lo que llega en la intemperie es malo, al contrario. Llega que nos quieren, que nos cuidan, que nos enseñan a reír, y a acercarnos a los demás, y a pedir ayuda… Todo eso nos lo brindan y son recursos que nos permiten ser más responsables de nuestras vidas, cocinar platos deliciosos y disfrutar comiéndolos.
Dices en tu libro, con mucha razón, que las tripas se dejan siempre fuera del proceso educativo y que se consideran esas sensaciones corporales como algo poco riguroso. ¿Cómo podemos padres, madres y educadores incorporarlo, enseñar a nuestros hijos o alumnos a escuchar sus tripas?
Una de las claves para educar la alegría es enseñar a los niños, niñas y adolescentes a conectar con sus sensaciones corporales, no sólo con sus emociones, para que puedan lograr la autorregulación emocional, esa capacidad para equilibrar el cuidado del otro con el cuidado de uno mismo, la autonomía y la protección. Esa conexión con su interior comienza por la conexión con sus sensaciones corporales, a las que yo llamo “tripas” y que configuran el primer nivel de desarrollo cerebral, el procesamiento somato-sensorial que se localiza en el cuerpo. Familias y educadores pueden y deben enseñar a los niños, niñas y adolescentes a reconocer e identificar esas sensaciones. ¿Cómo? Con actividades corporales: bailar cada día, caminar, moverse… En las escuelas si queremos que los niños y niñas aprendan mejor tenemos que permitirles moverse y dejar de empeñarnos en que estén sentados cinco horas cada día. El deporte juega un papel clave aquí. Y también la música que permite la conexión corporal y el contacto cotidiano con la naturaleza. El contacto físico contenedor con los niños y niñas, incorporar los abrazos en la educación de las familias y en las escuelas. Incluso dejarles subirse a los árboles, en vez de quitar los árboles de los patios de las escuelas para que no se caigan, enseñarles a trepar bien. Así aprenden coordinación motora, uno de los elementos clave para un mejor aprendizaje de la lectoescritura, por ejemplo. Pero para realizar todo eso las familias y los educadores deben ser capaces de conectar primero ellos con sus propias sensaciones corporales, y aquí entramos a luchar con un bagaje educativo de negación del cuerpo, y de todo este nivel de procesamiento cerebral que se ha considerado hasta hace bien poco como poco riguroso, como algo a negar e incluso a despreciar.
Hablas de que el ritmo pausado favorece el ajuste emocional y la integración afectiva de experiencias. ¿Les estamos facilitando ese ritmo pausado a los niños, a los adolescentes y a nosotros? ¿Cómo conseguir ese ritmo? En este sentido, ¿cómo apostar por los tiempos del ser (dedicado a relaciones o actividades con valor emocional) en lugar de los tiempos del hacer?
Aquí entra la responsabilidad de quienes educamos. Y toca tomar opciones, y cada opción implica una renuncia. Si dedico tiempo a trabajar, no lo dedico a bailar o a cocinar, si lo dedico a acabar los deberes con mis hijos duermo menos, si pongo lavadoras, no me da tiempo a leer… y todas las acciones que acabo de mencionar tenemos que hacerlas cada día. Así que por supuesto estamos haciendo vivir a los niños, niñas y adolescentes al ritmo de los adultos, no al suyo y eso les dificulta su conexión interna y su auto regulación emocional. Y tenemos que ser conscientes de que hemos generado un mundo en el que las familias no están presentes en la vida de los niños y niñas, porque no llegan, no pueden o no encuentran el modo de hacerlo. Y eso implica un daño, para ellos mismos y para los niños y niñas. Y la única forma de romper eso es la consciencia del adulto, su autocuidado, su propia conexión con sus necesidades personales, con su cansancio. Porque conectando con nosotros mismos, conectamos con nuestros niños y niñas. A veces corremos tanto que ni siquiera somos conscientes de correr. Y a veces también necesitamos correr para no sentir. Pero no podemos educar la alegría corriendo.
Hablas del sentido del humor y la gratitud como algunas de las bases de esa alegría. ¿Qué otras claves ofrecerías para educar la alegría de manera consciente, para cultivarla en el día a día?
Por resumir lo que hemos ido hablando. Primero, fomentar su conexión corporal a través del movimiento físico, aire libre, naturaleza y música. Segundo, fomentar su conexión emocional a través del baile, del teatro, los espacios de grupo y las conversaciones. Y tercero, promover la trascendencia en la vida, la gratitud con lo recibido, el cuidado de las pequeñas cosas y enseñarles a perseguir los sueños. Y todo esto desde una opción consciente y cotidiana de familias y educadores. Y por supuesto, aprender y enseñarles a reírse de uno mismo, a compadecerse por sus errores, y a aceptarse como son, para que puedan sonreírse de sí mismos y reírse con los demás. No se trata de hacer una fiesta un día, sino de las pequeñas cosas de cada día. Se trata de alimentar la parte luminosa del alma de los niños, niñas y adolescentes.
Educar de manera consciente, resaltas, puede ser agotador y es importante que el educador apueste por el autocuidado. ¿Cuáles serían las bases de ese autocuidado?
Creo que es estupendo acabar esta charla con esta pregunta. Educar con consciencia tiene un precio y es el cansancio. Es mucho menos cansado la inconsciencia. Llegar a casa de ocho o diez horas en el trabajo y ponerte a jugar, a hacer cosquillas, a repasar las tareas o a cocinar la cena con nuestros hijos en muchas ocasiones es agotador. En la escuela plantearse didácticas que incluyan todo lo que hemos hablado, trabajo por proyectos, la participación activa de los niños y niñas o introducir el movimiento físico en el aula es mucho más cansado que el modelo educativo anterior. Y genera miedo, porque tenemos la sensación de que se nos puede ir de las manos, que podemos perder el control de las cosas, esa clásica crítica ya de “pretendéis que dejemos hacer a los niños lo que quieran” cuando justamente educar la alegría con consciencia implica darse cuenta de que la responsabilidad última de cada decisión educativa es del adulto, no del niño, así que son las familias y educadores quienes toman las decisiones y establecen los límites. Por eso es importante volver a la autoregulación personal. En los aviones, en las instrucciones de seguridad siempre dicen “pasajeros que viajen con niños, pónganse primero la mascarilla y luego póngansela a ellos”. No podremos educar la alegría si estamos mal. Introducir pautas de autocuidado semanales no es una opción, es parte de ser familia consciente o educador consciente: una clase de algo que nos guste a la semana, a ser posible de trabajo corporal que nos permita el contacto con nuestras propias sensaciones corporales, un café con amigos, un espacio de pareja… El cultivo del cuidado personal y de mi intimidad debe ser visto como una inversión en la salud emocional de mis hijos e hijas o de los niños, niñas y adolescentes que tengo a mi cargo.
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