Publicamos este texto de Samuel Rodríguez, directivo de Recursos Humanos, que apostó por incorporar sus aprendizajes como jefe más dialogante y comunicativo en la educación de sus hijos. Y, confiesa, no le ha ido nada mal.
Lo tengo decidido. Quiero ser un padre moderno, el padre total. Después de mucho año y no pocos disgustos, aferrado al ordeno y mando como única guía de mi proceder, me adentro en la arriesgada aventura del reciclaje. Para ser honestos, ignoro si mi iniciativa responde a una inquietud personal o a la realidad de unos hijos en perenne rebeldía, sobre los cuales no parezco ejercer ya influencia alguna. De hecho, este régimen cuasi espartano se ha vuelto en mi contra, habida cuenta de que el mayor rebasa el metro noventa y acumula agravios que se remontan hasta donde alcanza la memoria (¡maldito scalextric!).
Nace este doble propósito a través de una experiencia vivida en el trabajo, donde desde recursos humanos se me invitó a abandonar mi monolítica manera de gestionar personas para convertirme en un líder verdadero.
En la oficina, como en casa, hacía gala de un limitado repertorio de conductas, entre las que primaba la disciplina como eje de actuación. Y no me ha ido mal. Así lo avalan los resultados. Pero, al igual que en el hogar, tenía la “tropa” algo descontenta. Fui incorporando nuevas facetas a mi papel de jefe, tratando de ser a la vez riguroso, comunicativo, afiliativo y, en definitiva, avanzando en el proceso de conversión en un líder respetado. Hasta la fecha, los resultados del equipo han mejorado y también el clima que se respira en el departamento.
Animado por el éxito de la iniciativa, se me ocurrió que podría ser interesante extrapolarla a mi ámbito personal. Al fin y al cabo, se trata de personas bajo mi tutela, con sus intereses y problemas y de cuyo éxito personal y conjunto debo ocuparme. Tan sencillo y a la vez tan complicado. Tan lejanos los mundos laboral y personal y, paradójicamente, tan cercanos. La parte de las normas y la disciplina se me da bien. En ocasiones, permito el diálogo y el debate, pero si las negociaciones lesionan mis intereses, acudo al Real Decreto para cerrar los temas.
Ahora soy más flexible. Si todos los padres permiten que sus hijos permanezcan en el centro comercial hasta las once, ¡quién soy yo para negárselo! Incluso he negociado al alza las asignaciones semanales, obligado por el encarecimiento del cine y demás entretenimientos a los que, espero, sean destinados estos exiguos fondos. Hubo un tiempo en que me empeñé en que mis hijos siguieran mis pasos. Negado como es para la música, quise que mi primogénito estudiara piano. Ahora no le dejo acercarse, condicionado por las amenazas de los vecinos. Quería que estudiase Derecho, como su padre. Hoy es consultor, dice. Y feliz, añade. En la oficina también me empecinaba en que las cosas se hicieran siempre a mi modo. En la actualidad, la evidencia de que existen formas más eficientes de actuar me ha llevado a incrementar la delegación en mis colaboradores y a aprender de ellos.
Lo del buen rollo y el jefe cercano me ha costado más. Mis acercamientos a la máquina del café siempre acababan en sutil estampida de los presentes. Ahora, incluso, tomamos alguna caña al salir de trabajar. Hay excepciones, pero creo estar en el buen camino para ganarme su confianza. Con el pequeño de la casa tampoco resultó sencillo. Creo que lo que para mí es un momento de complicidad delante de un videojuego de fútbol, él lo convierte una humillación a su progenitor, a juzgar por el fervor con el que celebra cada gol.
También ejerzo de guía espiritual. Tal vez el término sea demasiado ambicioso. Dejémoslo en educador o tutor. Me preocupo por detectar las necesidades de mis colaboradores en materia formativa, les busco recursos, sesiones de desarrollo de habilidades… También trato de ver su posible proyección en la empresa, según cada caso. En el hogar, retomo las integrales que nunca supe resolver, repaso temas de derecho administrativo que jamás estudié y evalúo desorbitados cursos de verano en Cambridge (lugar que nunca visité). Y mantengo a todos informados. A los unos les cuento nuestros planes de cambiar de casa y a los otros les avanzo los cambios en la organización, los objetivos de la compañía…
¡Quién me lo iba a decir a mis años! Haciendo méritos para ganarme a los que están bajo mi responsabilidad. Y disfrutando de la experiencia de ejercer de padre en todas sus vertientes, de actuar como un gestor de personas completo. Por su parte, mis queridos vástagos y colaboradores también están encantados con mi transformación, aunque se atisbe en sus ojos la incredulidad y el asombro. Poco a poco.
Este texto fue publicado por primera vez en Expansión y Empleo en noviembre de 2004.
Imagen: pmbbun /Pixabay