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Leticia Garcés: “Es indispensable educar para la infelicidad, no para la felicidad”

Dice la escritora que los castigos son como las multas: no nos hacen mejores conductores, pero sí modifican nuestra conducta ante un radar. Garcés nos invita en esta entrevista a cambiarlos por otras fórmulas.

Recientemente celebrábamos la semana de los derechos de la infancia y el Día Universal del Niño. Unas fechas en las que, inmersos en una sociedad adultocéntrica, se antoja necesario pararnos a reflexionar sobre qué infancia están teniendo nuestros hijos y qué infancia queremos darles. Por ello hablamos con Leticia Garcés, autora del libro Infancia bien tratada, adolescencia bien encaminada, sobre cómo podemos ayudar a los más pequeños a que tanto sus primeros años como su adolescencia transcurran de la mejor forma posible y con las herramientas necesarias para que sean capaces de gestionarse en la vida.

 

P. Dices que la clave de la felicidad está en educar para que sepan generar su propio bienestar emocional. ¿Y esto cómo se consigue?

R. Considero indispensable educar para la infelicidad y no tanto para la felicidad porque lidiar con las emociones displacenteras nos resulta más difícil y estamos menos acostumbrados a sentirlas, o bien porque no se validan lo suficiente en nuestra infancia o bien porque se tiende a reprimir, distraer o minimizar con frases como, “no pasa nada”, “no es para tanto” o “no seas exagerada”.

Expresar emociones placenteras es más fácil o por lo menos está socialmente mejor aceptado, de ahí la importancia de desarrollar distintas competencias emocionales que nos permitan convivir con todas ellas como la conciencia emocional, la regulación emocional, la automotivación, la resiliencia, la escucha activa, la empatía o la asertividad. El bienestar emocional es mucho más que ser felices, tiene que ver con una vida saludable, con una autoestima sana y con acciones de autocuidado, entre otras cuestiones. El bienestar emocional aumenta la probabilidad de experimentar emociones placenteras y nos hace personas más felices, fuertes y resilientes. Lo importante no es perseguir la felicidad, sino saber convivir con todas las emociones, entender que la tristeza me abraza para transitar un duelo, que el enfado me indica que me he sentido injustamente tratada o que el miedo me muestra que estoy en una situación de peligro de la que necesito salir.

 

P. En este sentido, hablas de dos caminos para educar: consciente y condicional. ¿En qué consisten?

R. Conocemos distintos estilos educativos, los más conocidos quizás son el autoritario que es el extremo opuesto del permisivo, los padres que educan desde el primero ponen excesivas normas, son muy estrictos, aplican muchos castigos para modificar conductas y tienen pocas expresiones de cariño, esto genera rebeldía, desconfianza y desmotivación. Por otro lado, el segundo, son padres más laxos, ponen menos límites, supervisan poco, tienen muchas muestras de cariño, pero no favorecen la autonomía de sus hijos, generando baja autoestima y falta de confianza en uno mismo. También existe el estilo sobreprotector que quizá es el que hoy en día más daño emocional genera porque los padres “helicóptero” que se llaman, que pretenden evitar todo tipo de frustraciones en los hijos porque no quieren que sufran, sobrevuelan continuamente sobre sus hijos,  allanando el camino para que lo tengan más fácil, cuando en realidad les están impidiendo madurar. Los padres no podemos clasificarnos en un único estilo, más bien tenemos actitudes de todos ellos según el momento que estamos atravesando, quizás por la mañana somos más autoritarios por el estrés de llegar al trabajo puntual y por la noche somos más permisivos por el agotamiento.

Son tantas las actitudes que pueden dañar la autoestima y la autonomía de los hijos en todos estos estilos educativos, que decidí diferenciar mejor dos formas de educar para que los padres puedan identificar de forma sencilla si su actuación pudiera considerarse consciente o condicional.

La primera tiene que ver con la capacidad de reflexión y la  autocrítica que hacemos los padres después de una corrección donde consideramos si hemos actuado desde los buenos tratos o no. La parentalidad positiva se nutre de distintas fuentes científicas, busca respuestas sobre el funcionamiento del cerebro o los recursos emocionales que favorecen la gestión emocional y donde pone el foco continuamente es en la aplicación de los límites de forma firme y afectiva. Por otro lado, la educación condicional se refiere al uso de estrategias correctivas para modificar conductas, generando muchas veces miedo, vergüenza o culpa a través de amenazas, castigos o manipulación. Lo primero educa porque favorece los aprendizajes, lo segundo condiciona y reprime la expresión emocional.

 

P. Además, que el castigo no es lo que le quitas para que aprenda, sino el cariño que le retiras, lo cual es mucho peor y tiene más repercusiones negativas para nuestro hijo, ¿no es así?

R. A mí me suele gustar describir el castigo como “la suma de lo que te quito y lo que no te doy, es decir, te quito lo que más te gusta, según la edad o los gustos personales pueden ser cromos o el móvil y no te doy lo que más necesitas, el amor incondicional, la comprensión y la confianza en su capacidad para mejorar”. El castigo está más que comprobado que no funciona, pero como muchas veces no sabemos qué alternativa usar y la inercia nos lleva a lo conocido porque ya lo dice el refrán, “mejor malo conocido que bueno por conocer”, pues seguimos usando algo que es cero efectivo para educar.

Es mejor estar abiertos a lo que la ciencia nos va mostrando porque los castigos generalmente bloquean la capacidad de aprender, impiden que las funciones ejecutivas se pongan en marcha porque cuando la amígdala del niño se activa ante una situación que percibe como peligrosa, solo puede ponerse a salvo y lo hará o bien rebelándose o bien sometiéndose, que, aunque nos parezca que está obedeciendo, en realidad está respondiendo al miedo.

Los castigos desde luego no sirven para educar conductas, sino más bien para reconducirlas, son como las multas de tráfico que no nos hacen mejores conductores, pero sí modifican nuestra conducta cuando nos acercamos a un radar. Cuando se abusa del castigo se genera rebeldía, desmotivación, falta de confianza y baja autoestima porque es muy difícil aprender algo positivo para la vida cuando quien te lo enseña te hace sentir miedo.

 

P. ¿Y qué podemos hacer si nuestra propia infancia no ha sido bien tratada?

R. Afortunadamente contamos con la resiliencia, la capacidad de no dejarnos romper por el dolor, de pasar por el fuego de la adversidad y salir fortalecidos de ella, aunque no todas las personas somos igual de resilientes, pero todos podemos desarrollar la nuestra. Unos puede que tengan un temperamento más fuerte que les facilite tirar para adelante, hayan contado con el apoyo de personas que les hayan impulsado hacia adelante y otros quizás necesiten mucho apoyo para convivir con sus heridas que, aunque no se borran, nos recuerdan todo lo que hemos podido superar, es decir, lo fuertes que somos.

Nuestra infancia es la que es, no la podemos cambiar, es la que ya hemos vivido, pero en la vida adulta sí podemos aprender a darle sentido a esas experiencias e intentar construir una vida con sentido, encontrar nuestro ikigai, es decir, descubrir qué hace que nuestra vida merezca la pena ser vivida. Los padres y madres que tienen una vida con propósito más allá de sus hijos se sienten más realizados, más comprometidos con la vida, más conectados a emociones agradables y eso les facilita ser más pacientes y sensibles con las necesidades emocionales de sus hijos.

 

P. ¿Por dónde empezamos a educar las emociones, algo que es tan subjetivo, que no puede medirse…? 

R. Yo diría que no es necesario educar las emociones sino educarnos emocionalmente, es decir, aprender las competencias emocionales que nos permiten manejarnos emocionalmente y que podamos tener mejores relaciones sociales y familiares, empezando con tener una buena relación con nosotros mismos. Sentir enfado o tristeza sabemos que no es malo, solo desagradable y no se trata de educar esas emociones, pero sí que tanto el niño como el adulto sepa convivir con ellas. Sentir enfado a veces es lo mejor que nos puede pasar para reconocer que nuestros derechos no han sido respetados o que han saltado nuestros límites, el enfado nos permite reconocer que no nos agrada el trato que hemos recibido, pero si respondemos con un enfado no consciente y no regulado lo más seguro es que también seamos violentos, de ahí la importancia de aprender competencias emocionales como la asertividad, la empatía, la escucha activa o la conciencia emocional para convivir con nuestras emociones de forma adaptativa.

 

P. ¿Estamos a tiempo entonces de encaminar esa adolescencia de nuestros hijos si no lo hemos hecho antes?

R. Siempre estamos a tiempo y el que diga lo contrario no tiene en cuenta la plasticidad del cerebro, solo que cuanto más tarde, más difícil, pero nunca imposible. El cerebro es plástico, cambia con la experiencia y siempre imprime nuevas experiencias que le acompañan en el día a día. En la adolescencia más que poner el foco en el propio adolescente, hay que pensar cómo la estamos viviendo nosotros porque somos quienes vamos a necesitar guiarlos, interpretar bien sus necesidades y ver más allá de su comportamiento. Un adolescente que te dice que eres la peor madre del mundo no lo dice literal, por eso ni le ayuda que te lo creas ni que reacciones con frases irónicas como, “pues mala suerte, es la que te ha tocado, tú tampoco eres el mejor hijo del mundo…”.

A veces es mejor relativizar y entender que en esa lucha de poder solo quiere comprobar lo fuerte que tú eres para conectarse contigo y sentirse seguro y confiado. En la adolescencia el cerebro está en obras, no miden las consecuencias de sus acciones, no saben reconocer cuando están en riesgo, hay más impulsividad y reactividad y esto hace que nos necesiten más que nunca, aunque nos pidan menos veces ayuda. Nada de lo que sucede lo permites, sucede porque hay demasiados cambios que el adolescentes no sabe gestionar, por eso pasar por una sana infancia, le permitirá asumir mejor los retos de la adolescencia.

 

P. ¿Y qué hacemos con la culpa a la hora de educar?

R. La culpa no es negativa, tan solo desagradable, pero sentirla es algo muy positivo porque nos indica que hemos actuado de una manera que no nos da satisfacción, contraria a nuestros valores y que seguramente hemos sido incoherentes con nuestros propios principios a la hora de educar. Conviene diferenciar entre la culpa que es una emoción y ser culpable, lo primero es interesante de analizar, nos permite hacer autocrítica y tomar decisiones de mejora, lo segundo simplemente hay que rechazarlo, los padres somos responsables de la crianza de nuestros hijos, pero no culpables. Aunque haya personas que se comporten de forma negligente y dañen a sus hijos, me refiero a los padres presentes  y comprometidos con el desarrollo de sus hijos. Se trata de tener claro que, si me equivoco, puedo aprender o si en un momento dado no me gestiono emocionalmente, puedo reparar el vínculo, pero en ningún caso somos culpables porque siempre tenemos la oportunidad de llevar a cabo nuevas acciones de mejora y aplicar buenos tratos de forma responsable.

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