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Charla de Alberto Soler sobre niños buenos y malos

¿Qué pasa cuando etiquetamos a nuestros hijos como buenos o malos? Alberto Soler recurrió en su charla a múltiples experimentos para dejarlo claro.

¿Qué pasa cuando etiquetamos a nuestros hijos como buenos o malos? Alberto Soler recurrió en su charla en British Council School a múltiples experimentos para dejarlo claro. Hablamos de rabietas, de la obediencia, de compartir, de premios y castigos… Alberto nos quiso recordar que “aunque parezca una perogrullada nuestros hijos son personas” y que “no debemos manejar con hostilidad, sino de manera amorosa” las rabietas, que “son tan naturales como hacerse pipí en el pañal con cuatro meses”. Además, resaltó la importancia de tener en cuenta el contexto, porque “con el ritmo de vida que tenemos, que el niño no se quiera vestir se interpreta como que el niño es malo”.

Las etiquetas condicionan

Hablando de un experimento con botellas de vino y etiquetas de precio cambiadas, Alberto concluyó que “las etiquetas que ponemos tienen una influencia muy importante en las decisiones que tomamos”. El conocido psicólogo con un experimento en el que nos mostraba una figura geométrica indefinida nos quiso explicar por qué usamos las etiquetas: “A nuestro cerebro le gusta mucho simplificar, por eso recurrimos a etiquetas.  Cuando un niño tiene una conducta molesta diremos que es malo antes de entrar en explicaciones complejas por la situación, las circunstancias en las que se encuentra, lo que hay detrás del comportamiento concreto…” porque simplificamos.

El efecto Pigmalión

Nos contó Alberto el mito de Pigmalión, que, “se usa para ejemplificar cómo las expectativas que nosotros tenemos acerca de algo pueden hacer que ese algo se convierta en realidad”. En los años 60 se realizó un experimento en California llamado Pigmalión en las aulas o Experimento Rosenthal: Tomaron a 320 alumnos y les pasaron un test de inteligencia. Todos los alumnos tenían un nivel de inteligencia más o menos normal. “De estos 320 alumnos tomaron a 65 al azar sobre los cuales elaboraron unos informes falsos, en los que detallaron lo inteligentes que eran esos alumnos, cómo habían despuntado en las pruebas de inteligencia y les indicaban a los profesores, a los que entregaban los informes, lo mucho que podían esperar de ellos”. Lo sorprendente fue que al final del curso, esos 65 alumnos sacaron no solo mejores notas sino además mejoraron su coeficiente intelectual. Alberto nos explica que “habían manipulado las expectativas de los profesores”, de tal modo que si un alummno de los 65 considerados excelentes interrumpía en clase “se interpretaba como signo de interés e inquietud intelectual”. Sin embargo, si un alumno no comnsiderado excelente interrumpía, “se entiende que molesta”. Por eso concluye Alberto que “las etiquetas condicionan un trato diferencial” y que además tienen la capacidad de hacer que tratemos de “encajar mejor en lo que se espera de nosotros”.

Alberto muestra unas imágenes de un chat de WhatsApp de padres y madres criticando al profesor “que nos ha tocado”, por un lado, y de profesores, por otro, criticando a un alumno, algo que sabe que no resulta extraño. Y nos cuenta el caso de un niño paciente suyo, rebotado de tres centros. El director de un centro del que fue expulsado informaba al director del nuevo centro del “regalito que os ha llegado”, con etiquetas. Alberto lamenta que con estas etiquetas “estaban rompiendo de raíz la posibilidad del niño de empezar de nuevo”. Por eso Alberto pidió que la relación familia-escuela sea de respeto y confianza, en línea con el Pacto por la educación en equipo, del que él es promotor.

 

Las etiquetas nos obligan a cumplir un papel

De nuevo viajamos a California a hablar de otro experimento. En esta ocasión, nos vamos a una supuesta cárcel en la que Philippe Zimbardo metió a voluntarios. La mitad de ellos tenían el papel de carceleros, la otra mitad eran los presos. El experimento solo pudo durar cuatro días y no dos semanas, como estaba previsto: los carceleros se metieron tanto en el papel que hubo malos tratos. Y los presos, que sabían que esto era un experimento, no se rebelaron y asumieron su papel de víctimas. Nos comentaba Alberto que “muchos carceleros siguen hoy en terapia, traumatizados al darse cuenta de lo que son capaces”

Queremos que nuestros hijos sean buenos, pero no que se dejen pisar. Por eso Alberto nos habla de la performance Rythm 0, de Marina Abramovich. La artista se dejó usar como un objeto en un museo durante 6 horas. Luego comentó que se sintió violada. Y es que dice Alberto que “cuando no somos capaces de poner límites a los demás se llega a un punto a los que no queremos que lleguen nuestros hijos”, por lo que nos invitó a tener cuidado con la etiqueta de bueno.

Niños buenos, niños malos

Cuando Alberto preguntó a los asistentes qué es un niño bueno, decimos que es obediente, tranquilo, que no da problemas y que saca buenas notas. Y los niños malos son inquietos, desobedientes, sacan malas notas… Alberto dice que “no existen los niños buenos o malos, sino los que dan más trabajo y los que dan menos trabajo, los fáciles de llevar y los difíciles de llevar” y nos pregunta: “¿Por qué es un problema un niño demandante?”. La respuesta es clara, porque no tenemos fuerza ni tiempo. “Con el ritmo de vida que tenemos, que el niño no se quiera vestir se interpreta como que el niño es malo”, resume Alberto.

Hablando de las etiquetas, nos cuenta Alberto Soler que Santiago Ramón y Cajal de pequeño “era tan trasto que construyó un cañón y destruyó una puerta del vecino. Terminó en la cárcel y dice que gracias a eso agudizó el ingenio para que no lo pillaran”. Sacó sus estudios con aprobados raspados hasta que miró por un microscopio y se puso a dibujar lo que veía. “¿Era travieso o inteligente?”, nos pregunta Alberto.

Una de las cosas en las que más solemos insistir padres y madres para que nuestros hijos sean buenos es que compartan. Alberto nos dice entre risas: “¿Cuándo fue la última vez que dejaste tu coche a alguien? ¿No es tan importante compartir?”. Y es que en el fondo no nos aclaramos, porque si un adulto compartiera su coche con alguien que acaba de conocer en el parque diríamos que de puro bueno es tonto.

Critica Alberto en su taller que hablemos mucho de niños tiranos, pero no de padres tiranos, que es el verdadero problema social, padres que maltratan a sus hijos. Pero cuando hablamos de niños tiranos nos referimos a niños que se salen siempre con la suya. Pero ¿somos nosotros o ellos los que eligen la hora de levantarse, lo que comen, la hora de entrar al colegio…?

Ay, las rabietas

Alberto quiso dejar bien claro que las rabietas son naturales, tan naturales “como hacerse pipí en el pañal a los cuatro meses”. Y define las rabietas como “una manifestación de una frustración de un niño ante un deseo insatisfecho”. Alberto nos pide que “nunca entendamos las rabietas como una lucha entre padres e hijos, como no vemos una lucha el que se hagan pis en el pañal, lo tenemos que ver con una relación de ayuda con personas que lo están pasando mal”. Y para manejar las rabietas de un modo amoroso y respetuoso, recomienda ponernos a su nivel y mantener la calma, transmitir afecto y amor incondicional, evitar sermones y redirigir cuando estemos más calmados. Alberto sabe que “las rabietas no se producen cuando tenemos tiempo, pero no debemos manejarlo con hostilidad” y cree que “no es incompatible un manejo amoroso con un manejo diligente de las rabietas: llevarlo en brazos en lugar de a rastras”.

Cada niño pedirá manejar su rabia de manera diferente: o bien dejándole tranquilo, o abrazándole… Porque “parece una perogrullada, pero se nos olvida que los niños son personas. Algunos necesitan atención cuando están mal y otros se van a una esquina para pasar el malestar”. Alberto recomienda entender por qué se producen las rabietas para manejarlas con empatía y sin hostilidad: “Ellos no tienen los recursos que tenemos los adultos. Sus zonas del cerebro encargadas del manejo racional no están desarrolladas”.

¿Queremos hijos obedientes?

“¿Es la obediencia un valor positivo?”, preguntó Alberto. De nuevo nos presenta un experimento, esta vez el Experimento de Milgram: unos estudiantes voluntarios debían formular unas preguntas de un cuestionario a otros estudiantes (en realidad unos actores) y castigarían con una descarga eléctrica (ficticia, pero los estudiantes que preguntaban o lo sabían) cada error. A pesar de los gritos de las víctimas, el 70% de los estudiantes siguieron realizando preguntas y descargas hasta el final, siendo obedientes a la autoridad y el papel que se le había asignado. ¿Queremos, ahora, que nuestros hijos sean obedientes? Alberto apuesta por “dar más valor al pensamiento crítico y a la capacidad para reaccionar a las injusticias”, porque con la obediencia nos estamos haciendo un lío: “Queremos que cuando le demos lentejas obedezca y se las tome pero cuando un amigo le dé un porro digan NO”.

Las normas, las consecuencias, los castigos y los premios

Con el establecimiento de normas, nos pide Alberto que seamos “selectivos, si inundamos de normas el ambiente en casa va a ser irrespirable”. Por eso nos propone primar la salud, la seguridad y el respeto. No es lo mismo la norma de no tirarse por el balcón que la norma de ducharse, resume Alberto.

Habla Alberto de que los premios y castigos “hacen que la conducta en sí pierda valor por sí misma” y no despertaremos la motivación intrínseca. Por eso no se muestra partidario de premiar por unas buenas notas, porque no estudiarán para aprender, sino para obtener el premio. Pero sí es cierto que en la vida nuestros actos tienen consecuencias que debemos vivir. Por ejemplo, “si me quedo tomando un café tras la charla, perderé el tren”. Por eso, Alberto es partidario de que dejemos a nuestros hijos vivir las consecuencias de sus actos y “evitar que el día a día sea una sucesión de chantajes y caritas sonrientes”. Cuando haya una mala conducta, concluye Alberto, “si queremos corregir, centrémonos en la conducta pero no etiquetemos”

 

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