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La lección de educación que me dio mi gato

Hace unos años tenía un gato. Le quería tanto que para él todo lo mejor. Ya me entendéis. Mientras yo comía yogures de marca blanca, a él le compraba pienso de marca Hills (la que recomiendan la mayoría de veterinarios). Para que los que nunca hayáis tenido gato os hagáis una idea de la diferencia, un saco de pienso de marca blanca cuesta 3 euros, y uno marca Hills 19.

Me informé mucho sobre el tema y, si quería que mi gato comiese carne de pollo, y no los cartílagos del pollo, debía elegir un pienso más caro. Y yo lo tenía muy claro, quería que mi gato se alimentara, no solo llenarle la barriga para saciar su hambre.

En esta época yo compartía piso con una chica. Un día apareció en casa con un gatito que se había encontrado en la calle. Lo dejó en el salón y se fue a comprar todas las cosas que se suelen comprar: camita, rascador, caja para que hiciera sus necesidades y, por supuesto, comida. Bien, aquí empezó el problema. Ella, por motivos económicos, se decantó por el pienso de marca blanca. Lo que pasó a continuación me dejó alucinada. Mi gato dejó de comer su pienso y solo quería el pienso del gato de mi compañera.

¿Pero, por qué? Le preguntaba yo mientras él me miraba con cara de no entender nada. ¿Por qué no valoras el esfuerzo económico que estoy haciendo para darte lo mejor? Era obvio que a él le gustaba más el pienso barato. Era abrir el saco y, estuviera dónde estuviera, aparecía en la cocina en décimas de segundo. Finalmente, tuve que tomar la determinación de hablar con mi compañera y convencerla de que comprásemos el pienso a medias y que les diéramos el de la marca buena a los dos. De no hacerlo, mi gato no volvería a probar nunca más su pienso. Se llenaría la barriga con el del otro gato, mucho menos nutritivo.

La ponencia de Catherine L’Ecuyer que me hizo entender a mi gato

Toda esta historia me volvió a la cabeza cuando escuché la ponencia de la divulgadora Catherine L’Ecuyer en uno de nuestros eventos.

En ella habló de un estudio, realizado en 2011, que explicaba a la perfección lo que le había pasado a mi gato años atrás. De repente lo entendí todo. El estudio consistía en dar bebidas gaseosas azucaradas a un grupo de personas durante un mes. Una vez finalizado dicho estudio se dieron cuenta de que esas personas tenían más dificultad para percibir sabores, porque habían sido expuestas a una altísima dosis de azúcar. Catherine aterrizó estos hallazgos en nuestra realidad diaria y nos habló de “cuando llevamos el bollo azucarado o las chuches de merienda a los niños, o cuando añadimos en las papillas azúcar o sal para ayudar a que coma

n mejor. Ese es el motivo por el que a los niños les cuesta tanto comerse una manzana, unas espinacas o unos garbanzos,  porque cuando el gusto está sobreestimulado, baja la sensibilidad, sube el umbral de sentir y ese niño necesita cada vez más estímulos artificiales para poder percibir las cualidades de los alimentos”.

Esto explicaba porque mi gato no quería saber nada de su pienso. Su gusto estaba sobreestimulado a causa de los aditivos y potenciadores del sabor que contenía el pienso del otro gato. Y ahora no quería saber nada de la comida real.

El caso de los dibujos de La abeja Maya

Pero es que la sobrestimulación no solo afecta al gusto. También afecta a nuestra capacidad de concentración, y se la relaciona con el riesgo de desarrollar TDHA. De hecho, existen estudios que relacionan el consumo de pantalla en la infancia con la inatención más adelante. Podríamos decir que los niños se aburrrirán leyendo un libro, o atendiendo a una profesora hablar en clase porque su cerebro necesitará estímulos más agresivos. Y será tal el aburrimiento que les resultará muy difícil concentrarse. De ahí la relación que pueden tener las nuevas tecnologías con los problemas de aprendizaje.

“Cuando nosotros veíamos la Abeja Maya, volaba lentamente con Willy y era todo muy lento. Ahora están rehaciendo muchos de los contenidos que nosotros veíamos de pequeños pero a una velocidad vertiginosa. Así, el niño se acostumbra a esa velocidad, que no existe en el mundo real. Cuando vuelve al mundo real todo le aburre”, nos contaba Catherine, que además compartía con nosotros una anécdota que le ocurrió a una profesora de Alicante: una niña de tres años, mientras ella contaba una historia, se levantó y le dijo: “Esto que estás contando no me gusta, passsa” e hizo el gesto de deslizar el dedo como hacemos en las pantallas táctiles. De hecho, en YouTube se ha habilitado la opción de ver los vídeos a más velocidad.  La explicación que encuentra Catherine es que “no podemos aguantar la lentitud a causa de esta sobrestimulación”.

Lo mismo ocurre con el consumo de videojuegos, como demostró otro estudio realizado en 2007.

El estudio desveló que existe una correlación entre el consumo de videojuegos violentos y la baja sensibilidad. Las personas participantes en el estudio que habían jugado mucho tenían más dificultad de reconocer un rostro alegre en una persona. Catherine apunta el porqué: “la capacidad de percibir la alegría en un rostro requiere sensibilidad, empatía.  La violencia anestesia esa sensibilidad. Por lo tanto baja la sensibilidad, sube el umbral de sentir y necesitamos esos estímulos cada vez más violentos para poder sentir”.

Algo similar podemos decir del consumo de pornografía. Esta, que busca lograr estados continuos de excitación, acaba aniquilando el placer. Hace que el umbral de sentir suba a niveles muy altos, pero cuando se vuelve a un contexto de respeto, de lentitud, de ternura, uno ya no siente absolutamente nada y todo le parece demasiado aburrido.

Algún día, en vez de un gato tendré un hijo, y recordaré la historia del pienso y la frase que pronunció el neuropsicólogo, Álbaro Bilbao en otro de nuestros eventos: “muchas veces los padres intentamos ahorrar a nuestros hijos las frustraciones. Sin embargo, me gusta mi labor de “mal padre” en esos momentos en que les digo a mis hijos que eso no lo puede hacer, porque aunque sé que a veces mis hijos se enfadan, estoy dándoles un regalo importantísimo para su cerebro”.

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Hoy seremos nosotros quienes te demos las gracias por confiar en nuestro trabajo. Mañana serán tus hijos quienes te agradezcan haberte formado en tu labor educativa y haber pensado en ell@s.

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María Dotor

María Dotor

Periodista especializada en educación y crianza
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