“Intento aplicar una crianza respetuosa hasta que llegan las 21 de la noche y mi hija no se duerme, me pide agua, otro cuento, su peluche, me dice que tiene hambre y que no tiene sueño, que quiere ir al baño… y le acabo pegando un grito que me oyen en todo el edificio”.
“No le doy azúcar. Lo veo innecesario tan pronto. Ya tendrá tiempo. Le produce caries, hiperactividad y adicción. ¿Qué necesidad? Mi suegra me dice que es un infeliz y que por un caramelo no va a pasar nada. Que, total, va a llegar un compañero del cole y por su cumpleaños le va a dar una bolsa entera”.
“¿Pantallas? ¿Para qué? Conozco los efectos negativos y prefiero que se ensucie, juegue en la arena, al aire libre. Es mucho más agotador, sobre todo en los viajes. Pero un día que me encuentro mal le puse dibujos y aún me torturo por ello”.
Estos son solo algunos de los centenares de testimonios de madres que siempre tienen lo mismo en común: la CULPA, la amiga ‘garrapata’ que se engancha a las madres, desde que damos a luz (incluso desde antes). Es nuestra compañera de viaje aunque no queramos.
Y es que las madres nos culpamos por no haber tenido un vínculo de enamoramiento con nuestro bebé desde el nacimiento, por no hacer recetas ni disfraces caseros perfectos, por no haber podido dar lactancia materna hasta los 18 meses, por añorar nuestra vida anterior, por irnos a tomar un café con una amiga dejando por unas horas el rol de madre, por anteponer en algún minuto del día nuestras necesidades en lugar de a nuestros hijos. Nos culpamos por pedir una excedencia y renunciar a nuestra carrera, o por no pedirla e incorporarnos al trabajo, perdiéndonos momentos importantes de nuestros hijos. Nos culpamos por no dedicarles el suficiente tiempo (según nuestro criterio), por elegir una escuela infantil u otra, un colegio u otro, por no ponerles límites, o por ponerles demasiados.
Sentimos culpa por absolutamente todo, independientemente de que hagamos una cosa o la contraria. Sentimos culpa por no ser la madre perfecta que esperamos (y que esperan). Por no cumplir con las exigencias sociales y por no cumplir con nuestra propia autoexigencia.
Sentimos culpa por todo, independientemente de que hagamos una cosa o la contraria. Por no cumplir con las exigencias sociales y por no cumplir con nuestra propia autoexigencia.
¿Y por qué nos pasa esto?
Pues porque hemos normalizado el concepto de madre sacrificada y abnegada por sus hijos con el que nos han criado a nosotras. Hemos sido educadas y socializadas con una mochila de elevadas expectativas y de una carga mental que sigue sin repartirse.
No, no debemos ser el todo. No somos las responsables únicas y absolutas del bienestar de nuestros hijos, ni somos peores madres si no nos sentimos culpables. No podemos controlarlo todo.
No somos las responsables únicas y absolutas del bienestar de nuestros hijos. No podemos controlarlo todo.
Normalicemos la culpa, va a acompañarnos, pero en su justa medida. No tenemos que ser una superwoman para ser una buena madre. Seamos lo suficientemente buenas. Desconectémonos, de vez en cuando, del ‘modo madre’ (y de las redes sociales y su bombardeo de perfección, de paso). Demos tiempo a la mujer que está y que sigue detrás de la madre, aunque a veces nos cueste verla.
Demos tiempo a la mujer que está y que sigue detrás de la madre, aunque a veces nos cueste verla.
Rompamos relaciones con la culpa y abramos la puerta a la responsabilidad. Cometeremos errores, y aprenderemos de ellos. Y nuestros hijos también lo harán.
